La cosecha de la discordia
¿Cómo salirse de la manada, del rebaño, de la jauría y de la montonera? Los imaginarios ya están llenos de plantaciones de soja y de reclamos de granjeros. Y de discursos de opositores y de descamisados con espuma en la boca. El periodismo ha sido incitado todo este tiempo a girar sobre una noria que excluye todo cuanto la rodea. Y lo que la rodea es el mundo y la vida. Es curioso cómo tanta gente que se resistiría a ser esclavizada por personas se resigna con bastante entusiasmo a dejarse esclavizar por un monotema de tedio ya prolongado. El mandato del "yuyo brujo" que nació alborozado está terminando en cosecha de discordia. Debe de haber alguna patología del displacer que nos aleja del carpe diem y que nos escupe el asado justo en el momento en que parecía más jugoso. Nada. Es una porquería. Queremos otro nuevo aunque haya que tirar toda la carne a la zanja.
Ni siquiera es ya relevante discernir las diferencias entre paro y lock-out, entre rebeldía y sedición, y entre pequeño y grande. O mínimo. Lo que se ha oído en esta reyerta pública, sea dicho desde tractores, atriles o mesas de declaraciones, plantea la duda acerca de si al habla argentina ya hay que identificarla únicamente por los gritos aunque no se escuche lo que se dice. El lenguaje ha sido subordinado a las nuevas interpretaciones en que diálogo es igual a beligerancia, propuesta igual a imposición y reclamo igual a chantaje. Y en el cual una palabra despojada como "campo" muta su antiguo significado bucólico y pasa a adquirir significaciones interesadas. Porque esa palabra de cinco letras hoy acapara el lenguaje mediático. Y ya no remite al paisaje y a la naturaleza, ni al mítico gaucho de las tradiciones, sino a una discordia de negocios y política. El exceso no sólo satura sino que reduce. Urge un voluntario y masivo purgante social que nos limpie del empacho.
Hay por ahí -se nos ofrece- un interesante planeta colmado de amor y de sangre, y hay también una vida que nos depara un ecléctico derrame de gozos y de sombras. Pero hay demasiados ingratos frente a la generosa dádiva que nos permite respirar en vez de condenarnos a la asfixia, y que nos perdona y no nos quita el habla aunque sigamos hablando de "eso" como si no se tuvieran recursos para un recreo imaginativo.
La realidad ya no es la de antes: la empírica; tampoco es la que se cuenta desde el Gobierno, que se elige. Es la que prevalece en las sobremesas satisfechas y en los blogs y los mails en tanda. Y la que oímos en la radio, en el taxi o en el círculo de amigos y conocidos. En Gualeguaychú ni siquiera el carnaval se limita a la fecha tradicional y se consagra en cualquier época del año. La realidad real no es ya más aquella de nuestra comprobación y percepción cotidianas sino la que se recibe a través de las noticias y rumores. La que damos por cierta por más increíble que suene. Venga de un conciliábulo oficial o extraoficial, o de un conciliábulo paralelo al aire libre al borde una ruta.
Una destacada mayoría ha perdido la capacidad de conversar y se entusiasma enojándose. Su estado actual de normalidad es bramar y despotricar contra lo que, se ha propuesto creer, es una época de cataclismo. Se supone que para haber llegado a ese diagnóstico feroz deben haber estado comparando épocas recientes, anteriores. Y que de esa comparación concluyen que ésta es la más desgraciada. Suele ser paradójico asistir a estas agorerías abisales en medio de una comida para no carecientes. O en el transcurrir de una fiesta. Pero, también a la inversa, el diagnóstico feliz se plantea alborozado que éste sería el tiempo triunfal de bisagra de la historia. Sean modestos. Dejen de ser argentinos antiguos.
Hay momentos, como éste, en que la lucidez que se revela en tantos intelectuales de peso que opinan con certidumbre acerca de este misterio, a mí se me niega. Y no entiendo.