La crisis de 2001 no está saldada
Hay acontecimientos históricos que significan verdaderas bifurcaciones o rupturas para un país. En esos momentos, se sale de la causalidad y es como que la sociedad ve de pronto todo lo que tiene de intolerable y, al mismo tiempo, la posibilidad de algo distinto. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en la crisis del 30 en Estados Unidos o en el Mayo del 68 en Francia. Y es lo que nos pasó en la Argentina en 2001.
Esos acontecimientos son de una importancia vital, porque abren un gran interrogante que anuncia un cambio de época y revela una nueva existencia que se manifiesta en los individuos y en la sociedad toda. Pero si luego no surgen soluciones creadoras y respuestas que proyecten al futuro, ese interrogante permanece sin resolver y da lugar a un proceso que lleva, del desconcierto inicial, a la decepción y la indiferencia.
Si se presta atención a lo ocurrido en nuestro país en los últimos años, se cae en la cuenta de que la crisis de 2001 es una cuestión abierta, sin resolver. No fue una respuesta la que le dimos, sino una salida por la tangente, es decir, una postergación. Más precisamente, un remiendo anacrónico basado en los presupuestos típicos populistas, al amparo de precios internacionales de las materias primas inusualmente altos y un pretendido manto de nueva política, que reveló las mismas malas prácticas de siempre con caras más jóvenes. Esto tiene graves consecuencias al menos en dos planos: en el económico, con un default sin resolver que nos aísla de las redes internacionales de financiamiento; y en el político, con un sistema de partidos que, por su excesiva fragmentación, dificulta la formación del consenso electoral y amenaza la eficacia parlamentaria, con derivaciones desconocidas para la gobernabilidad.
Las preguntas quedaron en el aire y las consecuencias vuelven, contumaces, una y otra vez, como lo demuestran los hechos recientes en Tucumán, que sintetizan la recidiva permanente en la que estamos inmersos: fraude, una economía fundida y una cleptocracia que se adueñó del poder; en otras palabras, un regreso atávico a una baronía de la Alta Edad Media.
Hasta que no saldemos nuestra cuenta con 2001 y conjuremos las causas, concentrándonos en las voces más que en los ecos, los muertos que pretendimos matar gozarán de perfecta salud, y el entusiasmo del pueblo argentino de creer en el futuro seguirá cancelado.
La única salida es entonces una solución creadora, que exige mucho más que la mirada miope de la política actual, centrada en la cotidianeidad y la respuesta perentoria, siendo su representación más acabada los característicos vaivenes del partido que ha gobernado el país desde entonces, experto en paradojas y vueltas carnero (no existen la pobreza ni la inflación, pero no podemos o queremos medirlas; nos desendeudamos, pero nos encontramos con reservas exangües y clamando por un arreglo con los holdouts; confiscamos YPF a los empujones y sin aparentes consecuencias, para luego pagar una indemnización millonaria, y los ejemplos siguen y abundan). La solución demanda, en todo caso, una mirada bifocal, de estadista: de corto plazo para las urgencias, pero al mismo tiempo, y sobre todo, de largo tiempo histórico, que se haga cargo del porvenir, asegurando la continuidad.
No es cuestión tan sólo de dictar e imponer leyes al infinito, como se ha hecho estos últimos años, con el utópico afán de hacer felices a los hombres, con normas enfáticas y hueras y una plétora de sanciones. Es cuestión de instituciones que representan un escalón superior a la mera reglamentación de los derechos y obligaciones. Son dispositivos que no se imponen desde el poder, sino que nacen como una reminiscencia de los hechos desde la sociedad y trascienden hacia arriba, siendo la tarea más difícil pero irrenunciable de un buen gobernante identificarlos y darles forma. Por supuesto, llevan tiempo, y los réditos no son inmediatos, sino que quedan para el reconocimiento de la historia.
Pero ya es tiempo de que los argentinos salgamos de la encrucijada, sanemos los traumas de 2001 y hagamos realidad la posibilidad de algo distinto.
Abogado