La crítica: el fuego amigo
Todos los críticos (del arte que sea) habrán padecido alguna vez algunos de estos dos prejuicios.
El primero es que su faena es una tarea subsidiaria, como si el oficio (o el arte de la crítica) fuera un resultado defectivo: el de no haber podido ser, justamente, artista. Esta objeción, a esta altura, no merece refutación, de tan vulgar que es. El segundo podría condensarse de la siguiente manera: cuando un crítico escribe una crítica adversa, sus razones no son artísticas, sino personales, acaso la enemistad con el artista que es objeto de la crítica. Acá estamos en problemas para la refutación; realmente, suele ser habitual que existan enemistades entre críticos y artistas. Pero ¿son siempre esas enemistades la causa de un juicio artístico o político negativo? Y ya no digamos negativo; digamos mejor "certero". No, en absoluto. Por el contrario, esa enemistad puede ser la razón del acceso a una verdad. A nadie se conoce mejor que a los enemigos y a los amigos. La razón por la que uno se hace amigo de ciertos artistas y no de otros es, antes que sentimental, artística. Eso también deberían saberlo. No hay pasión estética sin conocimiento.
Vamos a algunos ejemplos. Mi preferido es el de Clara Schumann, la enorme pianista y compositora del siglo XIX. Cito: "Fuimos esta noche a Tristán e Isolda. Es la cosa más repugnante que vi y escuché en mi vida. Tener que estar toda la noche sentada ahí para escuchar esa locura indecente y advertir que no solo el público, sino también los músicos deliraban con esa música fue la experiencia más triste de toda mi experiencia artística. Me quedé hasta el final porque quería escucharlo todo. En el segundo los personajes no hacen más que cantar y dormir, y en el Acto III Tristán se atarea solamente en morir. ¡Y dicen que eso es 'dramático'. ¿Son ellos los estúpidos o la estúpida soy yo?".
La crítica es bastante adversa, y está teñida por la enemistad que Robert Schumann, el marido de Clara, profesaba por Wagner. Aun así, ¿es equivocada?
Permítanme un desvío. Hace muchos años, el compositor argentino Oscar Strasnoy, uno de los músicos que dominan completamente la escritura para la escena, me dijo en el restaurante Arturito que el Tristán de Wagner era una ópera pésima. Yo me indigné un poco. Respeto a Oscar y ¿qué debía hacer yo con tantas horas dedicadas a ese adefesio dramático? Nada en particular. Strasnoy no hablaba, como Clara, por enemistad personal, pero los dos tenían razón:Tristán e Isolda no es una ópera ni un drama, sino una sinfonía con voces, y, por lo tanto, dramáticamente pobrísima.
Rossini había dicho, también sobre Wagner: "Tiene hermosos momentos, pero cuartos de hora terribles". ¿Hay algo más lejano de Wagner -a su favor- que Rossini? No. ¿El juicio es inexacto? Tampoco.
Todo esto es un poco como la observación de Borges sobre las novelas de Eduardo Mallea, al que aborrecía: "Sus títulos son muy buenos. Por desgracia, les anexa un libro".
Si opto por casos lejanos es para no mencionar los más cercanos, más pobres.
Perdí la cuenta de los años que hace que hago crítica; cada vez me interesa menos. Por un lado, porque el género se me agotó, del mismo modo que a otros se les agota la poesía o la novela o el teatro. Por el otro, porque no hay casi nada que merezca una mayor atención crítica, por lo menos no en la música o la literatura (acaso todavía en las artes visuales).
Entonces, queridos artistas, antes de levantar el dedito acusador (un gesto que les sale tan fácilmente), hay que mirarse en el espejo. Existe una alianza entre arte y crítica, aun en la enemistad, en la que ni uno ni otro (ni arte ni crítica) se imponen. Cuando una decae, decaen las dos. Así estamos. Por eso, ahora, y por lo menos en esas cosas, este es el tiempo del vale todo.