La cultura de la ilegalidad
Uno de los problemas centrales de la sociedad argentina y de sus dirigentes es la endémica tendencia a la ilegalidad, al apartamiento pertinaz de lo que prescriben las normas cuando éstas son percibidas como desfavorables por sus destinatarios. Es decir, "cumplo si me conviene", por mero interés individual o de facción.
Los ejemplos son múltiples y vienen desde nuestros orígenes: las dificultades para organizarnos como nación, las constantes rupturas institucionales, la violación masiva de los derechos humanos en años recientes, la ausencia de conciencia fiscal, que se traduce en niveles de evasión escandalosos, la situación de emergencia económica permanente, con la consiguiente violación de derechos y contratos, etcétera.
La renuncia de la fórmula Menem-Romero a participar en la segunda vuelta electoral, ante los pronósticos que aseguraban una catastrófica derrota, impidió al pueblo brindar apoyo político al nuevo gobierno. Empero, este reprochable comportamiento constituyó el colofón de un proceso lamentable, de una larga serie de abdicaciones, trapisondas y manipulaciones de las reglas que rigen la sucesión y la competencia democrática.
El vicepresidente Alvarez, designado por el pueblo para el período 1999-2003, renunció en octubre de 2000 por diferencias con el presidente. El cargo, cuya importancia institucional es mayúscula, no fue cubierto porque no le convenía al gobierno de entonces llamar a elecciones con ese objeto. En diciembre de 2001, el presidente De la Rúa renunció al cargo que el pueblo le había confiado hasta diciembre de 2003 "por la falta de apoyo político" de la principal fuerza de la oposición, de su partido y, sobre todo, de la población.
La Asamblea Legislativa, aplicando el artículo 88 de la Constitución nacional y la ley de acefalía, designó entonces a un gobernador de provincia como presidente provisional hasta el 5 de abril de 2002, llamó a elecciones generales para el 3 de marzo del mismo año e incluso incorporó para esas elecciones un método electoral claramente inconstitucional, pero que convenía a los intereses del justicialismo. A la semana, ese mandatario renunció por la falta de apoyo de los gobernadores justicialistas, y la Asamblea Legislativa designó como presidente provisional a un senador, pero ahora para completar el período de De la Rúa, hasta diciembre de 2003.
A los pocos meses, el presidente en ejercicio decidió el acortamiento de su mandato y llamó a elecciones para presidente y vicepresidente, primero para el 30 de marzo y luego para el 27 de abril de 2003, anticipando su renuncia para el 25 de mayo de 2003. Por fortuna, el Congreso de la Nación subsanó luego la evidente ausencia de facultades constitucionales del presidente en ejercicio para proceder de esa manera. Aceptó la renuncia presentada, dictando la ley 25.684, que convocó a elecciones para presidente y vicepresidente, y la ley 25.716, que modificó la ley de acefalía, 20.972, en términos de dudosa constitucionalidad, para permitir que el presidente elegido completara el período presidencial anterior sin que ello pudiera interpretarse como comienzo de un nuevo período. En buen romance, "convenía" que el ex presidente Menem pudiera presentarse a los comicios sin objeciones legales.
Una de las escasísimas concreciones de la tan mentada reforma política fue la sanción de la ley 25.611, que incorporó la obligación de elecciones internas abiertas y simultáneas para que los partidos políticos seleccionaran sus candidatos a cargos electivos nacionales. Como el cumplimiento de esta obligación legal no le convenía a una importante fracción del Partido Justicialista, el Congreso suspendió su vigencia "por única vez" para permitir que los tres candidatos justicialistas concurrieran a la elección general bajo el sello de diferentes agrupaciones. De los partidos tradicionales, sólo uno realizó elecciones internas, que tuvieron lugar en medio de escandalosas acusaciones de fraude.
La campaña electoral estuvo, asimismo, preñada de sospechas sobre la limpieza de los comicios. Otra de las reglas electorales, como la prohibición de difundir proyecciones sobre el resultado de la elección hasta tres horas después de terminados los comicios, fue, por supuesto, violada por los medios de comunicación apenas cerró la última mesa. Incluso se llegó al inaudito extremo de fotografiar lo que ocurría dentro de algún cuarto oscuro.
Ante el adelantamiento de las elecciones presidenciales, cada distrito escogió a su antojo la fecha de elecciones para la renovación de autoridades locales, municipales y legisladores nacionales o, mejor dicho, de acuerdo con cómo se pensara que convendría a los intereses políticos de quien las convocaba. Así, la designación de la mitad de los diputados y del tercio de los senadores nacionales se va a realizar en sucesivas elecciones en cada provincia durante junio, agosto, septiembre y octubre próximos. Fácil es advertir el impacto negativo que ello acarreará sobre el funcionamiento del Congreso.
Las elecciones del 27 de abril arrojaron uno de los frutos posibles de la tortuosa alquimia electoral: las dos fórmulas más votadas fueron integradas por candidatos justicialistas, con lo que la segunda vuelta electoral quedó inevitablemente teñida de connotaciones de interna partidaria.
Esta increíble sucesión de renuncias, maniobras, marchas y contramarchas habla por sí sola del grado de adhesión a las instituciones y a las reglas preestablecidas. En este contexto se produjo la censurable declinación de la fórmula Menem-Romero a participar en la segunda vuelta. Empero, si se la analiza dentro del marco que acabo de describir, este comportamiento sigue la lógica de todo el conjunto: "Cumplo con las reglas si me conviene. De lo contrario las cambio, las modifico o, simplemente, las ignoro".
Las normas regulan conductas futuras, satisfaciendo ciertas características de generalidad y razonabilidad. Su cumplimiento honesto otorga estabilidad, integridad y previsibilidad a una sociedad. Incluso desde una perspectiva meramente utilitaria la cooperación voluntaria con la prescripción normativa es el comportamiento que acarrea más beneficios que costos, pues otorga confianza y certeza a las relaciones humanas dentro de una comunidad. No puede haber convivencia civilizada sin acatamiento a la ley.
Facultad de monarcas
Pero, para completar el panorama, esta semana el presidente saliente indultó a personas condenadas por la Justicia por graves crímenes contra el orden democrático y la vida humana. Una decisión de esta naturaleza corroe decisivamente la confianza pública en el valor de la ley, en su aplicación estricta e igualitaria. Los actos de las autoridades poseen un carácter ejemplar, son señales o guías que se emiten al conjunto de la ciudadanía. Por ello, este cuestionable ejercicio de una pretérita facultad de los monarcas, invocando razones que exceden las autorizadas constitucionalmente, provoca una lesión al régimen republicano y alarma a un pueblo harto de impunidad.
Todos depositamos hoy nuestro voto de confianza y esperanza en el gobierno que comienza, pero si no conseguimos instalar de una vez por todas en la Argentina una firme cultura de la legalidad y de respeto a la palabra y a los compromisos asumidos, de autosujeción voluntaria a las normas, tanto la autoridad como los ciudadanos, palabras tales como "Estado de Derecho", "seguridad jurídica" y "calidad institucional" serán sólo declamaciones proselitistas, expresiones huecas de todo contenido.
Decía Platón en "Las leyes" que cuando la ley no tiene autoridad por sí misma el colapso del Estado es inevitable, pero cuando el gobierno es esclavo de la ley los hombres gozan de todas las bendiciones de los dioses. Los argentinos no necesitamos esperar los favores del Olimpo. Dependemos sólo de nuestras convicciones, fuerza y voluntad.