La cultura del esfuerzo
Aunque sabemos que en nuestra sociedad el mérito cotiza menos que la picardía y que a menudo sólo nos vigila nuestra conciencia, dudamos ante los dilemas constantes que debemos enfrentar, pues ignoramos y tememos las consecuencias de nuestros actos.
Aun para los que creen tener todo resuelto, el futuro plantea incógnitas indescifrables. Cuando el joven Hamlet encuentra al fantasma de su padre asesinado, asume que "hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que puede soñar tu filosofía". Sobre esta intuición se ha construido el edificio de la sabiduría humana: la naturaleza azarosa de la existencia y el reconocimiento de sus limitaciones y contingencias.
Felizmente, esa misma única certeza en nuestro océano de incertidumbres –que tarde o temprano nos toparemos con inesperados obstáculos– encierra también una clave: si todo es posible, ergo existe un piélago de recursos para atravesar cualquier tormenta.
Sin embargo, desafiar al destino no es inocuo, y allí surge el primer obstáculo: ¿estaremos dispuestos a pagar el precio de enfrentar a las Moiras que tejen los hilos de nuestra fortuna? Con rigor lógico, Hamlet nos conduce a su célebre dilema vital: "Ser o no ser: he ahí la cuestión./¿Qué es más noble al espíritu: sufrir/golpes y dardos de la airada suerte,/o tomar armas contra un mar de angustias/y darles fin a todas combatiéndolas?".
En otras palabras, se nos presentan dos caminos. Uno corto, pavimentado de indolencia, holgazanería, imprevisión, acomodo o la ventaja competitiva de la amoralidad. Un atajo que –como lo indica la moraleja de la didáctica ópera de Stravinski inspirada en los grabados de Hogarth, La carrera del libertino– está acechado por el diablo.
Por el contrario, la alternativa del esfuerzo conduce hacia un camino más largo y exigente: vivir con coraje y sin temor a la incertidumbre, desafiar la rutina, prevenir los avatares, prepararse para los tiempos infaustos, levantarse de cada traspié ("Kopf hoch!"; "¡arriba la cabeza!", exclaman los alemanes), superar la adversidad con entereza, mirar más allá del instante y proponerse progresar inmaterialmente. Así el espíritu se refuerza y eleva sobre las vicisitudes, se prosigue con mayor ímpetu y se adquiere el goce de contar con un sentido para la existencia, como enseñó Viktor Frankl.
Esta disposición puede incluso dotarnos de una nueva perspectiva hacia el mundo material, pues hay honra y belleza moral en la estética del viejo traje de un abuelo querido, en el cuero ajado de un libro favorito, en unas galopadas botas de montar, en el banquito destartalado de Leloir o en la Mesa de trabajo y reflexión (1994) de Víctor Grippo, uno de los más conmovedores símbolos de la cultura del esfuerzo que haya producido el arte argentino.
En la vida –como en el deporte– se trata menos de acumular triunfos que de evitar errores y de superar fracasos. Ella semeja menos a la carrera del sprinter, cuya suerte se resuelve en escasos segundos, que a la del fondista, cuya tarea es de largo aliento, pues requiere administrar esfuerzos, aprender a levantarse tras cada tropiezo, cultivar la modestia y la paciencia. El brillo efímero de un genial impromptu se desvanece más raudo que la luz discreta pero tenaz de una disciplina constante.
Séneca, el filósofo del estoicismo –la vigorosa moral de resistencia a la adversidad–, trazó una hoja de ruta cósmico-existencial para aquellos que desean enfrentar al destino con coraje y empeño: per aspera ad astra ("a través de las dificultades, hasta las estrellas"). La vida asumida de este modo deviene en una epopeya, en la aventura de desafiar las limitaciones de la juventud, la inexperiencia, la inseguridad, una cuna modesta o la desgracia, en la que "the limit is the sky" ("el límite es el cielo"), tal como se proclama en las naciones que enaltecen la iniciativa.
Es cierto que la cultura de vivir sin esfuerzo no es desconocida en nuestra pródiga sociedad, como lo acreditan varios prototipos –el especulador, el pariente acomodado, el "ñoqui", el fullero o el zángano profesional–, difundidos personajes del sainete que podría titularse "La Argentina generosa". Incluso las subculturas del piola o la del sabiondo de cafetín ("bebí mis años y me entregué sin luchar") suelen ser apreciadas. No obstante, los cultores del trabajo constituyen la inmensa mayoría que ha hecho y continuará haciendo grande a este país.
Nuestra historia y presente están poblados de notables ejemplos. Las virtudes sanmartinianas han ofrecido a generaciones de argentinos un modelo de tesón y sacrificio. Martín Fierro advirtió que "el trabajar es la ley", mientras el sabio Almafuerte enseñó: "No te des por vencido, ni aún vencido". En un olvidado fortín de frontera, el coronel Levalle arengaba a sus soldados: "No tenemos yerba, ni tabaco, ni pan, ni recursos, ni esperanza de recibirlos; estamos en la última miseria, pero tenemos deberes que cumplir y los cumpliremos. Muchachos: adelante y ¡viva la Patria!". El legado del genial director de orquesta argentino-austríaco Erich Kleiber rezaba en una pared del Teatro Colón: "La rutina y la improvisación son los enemigos mortales del arte". En su camino hacia el Premio Nobel, Bernardo Houssay fue antes bachiller a los 13 años y farmacéutico a los 17. Nuestro exquisito pianista Bruno Gelber es tenido en el mundo como un paradigma de quien ha sabido elevarse desde una dura enfermedad infantil hasta el estrellato. El recordado René Favaloro logró proyectarse desde el barrio El Mondongo, de La Plata, hasta convertirse en una eminencia de la medicina mundial. El popular tenor Darío Volonté trabajó desde niño para ayudar a su madre, sobrevivió al hundimiento del acorazado Belgrano y, a pura guapeza de vivir, se convirtió en un artista requerido en todo el mundo.
Esta tradición argentina de la cultura del esmero puede ser enseñada y alentada, especialmente entre los más jóvenes. A ellos no los acecha el demonio, sino una minoría de pillos, ansiosa de ganar cómplices y clientes que justifiquen sus trapisondas. Es claro que los frutos de la molicie y el glamour de los epicúreos o del éxito fácil son más atractivos para los jóvenes que la idea del "sacrificio". Recuerdo lo mal que juzgué a mi padre –cultor del trabajo– cuando a mis 16 años, a pesar de estar de vacaciones, me obligaba a trabajar a la par de sus cadetes sobre una cubierta bañada por las gélidas olas del Mar del Norte.
En rigor, con su ira momentánea, los jóvenes buscan, precisamente, comprobar si creemos en lo que decimos y si tenemos agallas para perseverar en la ardua tarea de transmitirles el amor al trabajo duro y bien hecho. El tiempo, que todo lo sabe, nos enseña que la cultura del esfuerzo se inculca con el ejemplo y se adquiere practicándose a sí misma, que el desaliento es el peor consejero y que, tarde o temprano, el mérito prevalece.
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