La cultura del machismo encubierto
PARIS.– Lo que comenzó como un escándalo en California, se transformó en un terremoto, un seísmo, un maremoto que, fomentado por el frenesí cada vez más incontrolable de las redes sociales, terminó anegando la mitad del mundo occidental y creando su nuevo monstruo: Harvey Weinstein.
El responsable de semejante tsunami planetario bien se merece el oprobio. Y, como todos saben de qué se trata, me voy a dispensar de anotar aquí la lista de agresiones sexuales, violaciones y humillaciones a las que sometió a sus innumerables víctimas femeninas.
Prefiero rescatar que el episodio Weinstein sirvió para que, en un extraordinario fenómeno de emulación, mujeres en Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña o Francia decidieran ponerse a hablar en forma simultánea. Después de años de silencio, fueron capaces de relatar sus experiencias, sus heridas y sus sufrimientos. Asumiendo todos los riesgos, crearon foros y relataron en detalle la vergüenza de sentirse un simple objeto, el miedo al qué dirán y a las represalias o el asco de esos cuerpos que se imponen, sin pedir permiso ni autorización.
En Francia, un colectivo de mujeres creó el ashtag #balancetonporc (denuncia a tu cerdo), alusión a Weinstein, calificado de “pig” (cerdo) de Hollywood. En 24 horas, fue reproducido 63.000 veces y retomado en casi toda Europa. Desde el 13 de octubre se publicaron casi 350.000 mensajes.
Es cierto, Twitter no reemplaza a la Justicia. Pero esta vez no solo ofreció una caja de resonancia a todas aquellas víctimas que nunca se animaron a hablar. También obligó al gobierno francés a anunciar la preparación de una nueva ley que debería proteger mucho más a las víctimas de agresión o acoso sexual.
Sin embargo, más allá de la experiencia personal de esas decenas de miles de mujeres, tal vez habría que hablar de la cultura de la violencia sexual. Un fenómeno que tiene la característica particular de que la víctima suele ser sistemáticamente culpabilizada, en lugar de su agresor.
La cultura de la violación, en particular, reposa sobre tres elementos. Primero, negar de los hechos. Después, cuando esa negación ya no es posible, culpabilizar a la víctima. Por fin, estar convencido de que la sexualidad es de todos modos violenta y que las mujeres, en el fondo, adoran que las obliguen, pero tienen vergüenza de reconocerlo.
“Ese sistema de pensamiento permite proteger el privilegio que siempre tuvieron los hombres de acceder al cuerpo femenino cuándo y cómo les parece, aun agrediéndolas”, afirma la célebre antropóloga feminista Françoise L’Héritier.
En otras palabras, las violencias sexuales son un instrumento de dominación.
El problema es que, en nuestras sociedades teóricamente híper evolucionadas, esa cultura de la violencia sexual tiene una hermana menor, mucho más presentable pero igual de dañina: la cultura del machismo embozado.
Esta semana, en pleno tsunami Harvey Weinstein, un periodista le preguntó al ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, si denunciaría a uno de sus colegas parlamentarios culpable de acoso o agresión sexual.
“No. La delación no forma parte de mi identidad política”, respondió sin titubear.
Dos horas más tarde, Le Maire tuvo que pedir disculpas en un video difundido por Twitter.
“Me expresé mal y lo lamento. Reaccioné a la palabra denuncia, que detesto y siempre detesté, en vez de reaccionar a la cuestión del acoso sexual, que padecen tantas mujeres en Francia”, explicó, sin realmente convencer.
Además de lamentable, el episodio sirvió para dejar al descubierto el meollo de la cuestión. La verdad es que, en pleno siglo XXI, las prioridades masculinas siguen estando regidas por valores tradicionalmente “viriles” como, en este caso, el ejercicio de la “omerta” (ley del silencio). Y poco importa si se trata del encubrimiento de un crimen penado por la ley.
La cultura de la violencia sexual solo se resolverá cuando los hombres —e incluso las mujeres— decidan combatir, de una vez por todas, esa funesta cultura del machismo encubierto.