La democracia desconectada
LONDRES
Algo ha pasado con la democracia, en tanto gobierno elegido por el pueblo. Y ha pasado en todo el mundo: por alguna razón, la gente ha perdido su confianza en las elecciones.
En muchos países ha venido declinando la concurrencia a las urnas. En las elecciones para el Parlamento Europeo, el grado de participación es tan ridículamente bajo que pone en tela de juicio la legitimidad del resultado. Por lo demás, nos hemos acostumbrado a aceptar como ganadores a partidos o candidatos que reciben el 25 por ciento del voto popular. Desde Holanda y Finlandia hasta la Argentina y Japón, los gobiernos mayoritarios se constituyen con el apoyo de minorías.
Las excepciones aparentes no demuestran lo contrario. Pocos presidentes norteamericanos fueron respaldados por mucho más del diez por ciento de los votantes elegibles. En verdad, la mitad de éstos ni siquiera están empadronados; la mitad de quienes sí lo están, no votan, y menos de la mitad de quienes votan lo hacen por el candidato victorioso.
Hasta la mayoría "aplastante" de Tony Blair en la Cámara de los Comunes está parada sobre un tembladeral: el laborismo superó apenas el 40 por ciento de los sufragios contra un 60 por ciento en las elecciones anteriores, las de 2002. En consecuencia, sólo el 24 por ciento del electorado total apoyó al partido de Blair.
En la mayoría de los países, las elecciones actuales se parecen muy poco a las de hace veinte años, y menos aún a las de hace medio siglo. ¿Qué ha sucedido?
Una respuesta obligada es: los votantes desconfían de los partidos políticos. En numerosos países, digamos los más, la democracia electoral funciona por intermedio de organizaciones que proponen candidatos representativos de determinados paquetes de opciones políticas, expresados en un "manifiesto" o "plataforma". Sin embargo, por diversos motivos, esta vieja práctica se ha vuelto obsoleta.
Las plataformas ideológicas de los partidos han perdido fuerza. Los votantes no aceptan los paquetes específicos que aquéllos les ofrecen: quieren escoger por sí mismos y con detenimiento. Además, los partidos se han transformado en máquinas constituidas por cuadros de insiders muy organizados. Paradójicamente, también se han vuelto más tribales al perder su particularidad ideológica. Pertenecer importa más que tener un determinado conjunto de convicciones. Esta evolución los apartó del ámbito del electorado. El grueso de éste no desea pertenecer a ninguno en particular; por tanto, el juego partidario pasa a ser un deporte de minorías. Esto hace que el público recele aún más de los partidos políticos, entre otras razones (y no es la menor), porque, como todo deporte profesional, es caro.
Si el costo recae en el contribuyente, le genera resentimiento. Pero si los partidos no son sostenidos por el Estado, deben buscar fondos por vías con frecuencia dudosas, cuando no ilegales. Entre los grandes escándalos políticos de las últimas décadas, no pocos tuvieron origen en la financiación de partidos y candidatos.
Otros indicadores confirman la impopularidad de los partidos (por ejemplo, la marcada declinación de sus padrones de afiliados). No obstante, siguen siendo indispensables para la democracia electiva. El resultado es una desconexión evidente entre los actores políticos visibles y el electorado. Como los partidos operan en los parlamentos, la desconexión afecta a una de las instituciones democráticas cruciales. El pueblo ya no se considera representado por los parlamentos; por consiguiente, éstos no están investidos de la legitimidad necesaria para tomar decisiones en su nombre.
A esta altura, entra en juego otro hecho totalmente disociado de aquél. El pueblo está más impaciente que nunca. En tanto consumidor, se ha habituado a la gratificación instantánea. Pero como votante debe esperar a que se manifiesten los frutos de su elección en las urnas, si los hubiere. A veces, nunca ven los resultados deseados. La democracia necesita tiempo, no sólo para votar, sino también para deliberar, revisar y compulsar. El consumidor-votante es reacio a aceptar esto y, por ende, se aparta.
Hay alternativas, pero cada una plantea sus propios problemas como solución democrática. La acción directa mediante manifestaciones callejeras se ha vuelto un hecho común y, a menudo, eficaz. Ante la imposibilidad de movilizarse, se puede opinar por vía electrónica, polemizando por Internet o enviando mensajes a los líderes. Luego están las organizaciones no gubernamentales, al parecer más estrechamente conectadas con la ciudadanía, aunque muchas veces sus estructuras no sean democráticas.
Y más allá, por supuesto, la posibilidad de desconectarse por completo, dejar la política a los profesionales y concentrarse en otros ámbitos de la vida.
Esta última opción es la más peligrosa porque sustenta el autoritarismo progresivo que caracteriza a nuestra época. Pero las otras señales de desconexión también crean una gran inestabilidad, en la que nunca podemos decir cuán representativas son las opiniones predominantes. Algunos quieren abrir paso entre la maraña aumentando la democracia directa. Pero no podemos establecer conexiones duraderas entre gobernantes y gobernados reduciendo el debate público al simple referéndum.
Hay mucho que decir en favor de mantener las instituciones clásicas de la democracia parlamentaria y tratar de reconectarlas con la ciudadanía. Después de todo, los partidos impopulares y la menguante concurrencia a las urnas podrían ser meros fenómenos pasajeros. Quizá surjan nuevos partidos que reanimen las elecciones y el gobierno representativo. Pero, probablemente, esto no bastará para devolver a los gobiernos elegidos su perdida legitimidad popular. Repensar la democracia y sus instituciones debe ser, pues, una tarea prioritaria para todos cuantos apreciamos la constitución de la libertad.
Ralf Dahrendorf, fue rector de la London School of Economics y director del St. Anthony´s College, en Oxford. Actualmente integra la Cámara de los Lores.