La edad de la inocencia (Beethoven séptima parte)
Existe una variedad de la ignorancia peor que el desconocimiento liso y llano: es ese conocimiento que se cree poseer y que, por eso mismo, ya no está abierto ni a la vigilancia ni al asombro.
Aquellas obras de arte que frecuentamos mucho por voluntad propia, o que se nos fueron imponiendo por su presencia proliferada, o a veces incluso merced a las dos causas, pueden resultarnos estériles: lo que tenían que decir ya lo dijeron y no dicen ya nada distinto. Pasa con muchos, y pasa mucho con Beethoven.
En una conversación sobre Beethoven, el director Wilhelm Furtwängler no pasó por alto esta calamidad. Decía Furtwängler: "Las observaciones y los prejuicios que se oyen continuamente tanto en boca de músicos como de oyentes muestran claramente hasta qué punto estas obras, accesibles a pesar de todo al gran público, son tan poco comprendidas: la Octava sinfonía es ‘anodina’, la Pastoral es ‘débil’, no tiene final; el último movimiento de la Novena es ‘banal’. El Beethoven desconocido es un capítulo aparte en sí mismo que refleja principalmente las deficiencias de nuestros intérpretes". No solamente de los ejecutantes, podríamos agregar.
Los ejemplos de Furtwängler se concentran en un juicio adverso que fija la pieza; pero también los juicios favorables fijan y vuelven estéril una estéril. Richard Wagner, por ejemplo, que con audacia justificada atribuyó la presunta serenidad de la Pastoral a la frase "Hoy estarás conmigo en el Paraíso", incurrió en otra audacia, bastante infeliz: la de decir que la Séptima era una "apoteosis de la danza".
Como sea, parte de la dificultad de Beethoven consiste en que su música es unificada y, a la vez, extremadamente diversa (esto al margen del principio de la variación). La atención tiende siempre a optar, y esa opción menoscaba inevitablemente a Beethoven.
El propio Furtwängler, en un ensayo de 1942, observaba que la sencillez de la música de Beethoven no era la sencillez de la ingenuidad ni la de lo primitivo, sino la de lo directo, la de lo que se muestra abierto y desnudo. "Él no es predominantemente cantabile como Mozart; tampoco domina en él el equilibrio arquitectónico de Bach, ni la sensualidad dramática de Wagner. Él es (y en esto reside su idiosincrasia) todo esto al mismo tiempo. Pero cuando se considera esto correctamente, se ve que es algo extrañamente superior." Furtwängler tiende a pulverizar la superstición sentimental que dominaba en la primera mitad del siglo XX (el pathos unificado), pero ataca anticipadamente la superstición inversa, el formalismo estructuralista. Volvamos a cederle la palabra al maestro: "Beethoven no ‘celebra’ nada, no se muestra ‘profundo’ (sobre todo, no ‘se muestra’, ‘es’); aquí aparece su verdadera profundidad, su auténtica inocencia".
¿Cómo recuperar esa inocencia frente a Beethoven? ¿Cómo puede mostrarse a Beethoven en estado de inocencia? Quien escuche las grabaciones de Furtwängler encontrará una doble lección, para el oyente y para el ejecutante. Porque finalmente sólo aquel que se planta inocente ante él descubrirá su inocencia y la hará manifiesta a otros. Explicaba una vez Daniel Barenboim, a propósito de la diferencia entre tocar una pieza actual y una pieza del repertorio, que la meta era (cito de memoria) encontrar trazas conocidas en lo nuevo, y, por el otro lado, hacer que lo conocido nos resulta enteramente nuevo. Esto está reservado a muy pocos. Es la ilusión, muy persuasiva, de que el ejecutante descubre la pieza mientras la toca, y que el oyente la descubre en ese mismo momento (no importa que sea una grabación, porque la música existe siempre en presente), un poco a tientas, es cierto, pero con un deslumbramiento que el conocimiento ulterior no debería disipar.