La encrucijada de la democracia latinoamericana
Una vez se creó ALBA: era ambiciosa, rica, prepotente. Tenía el viento en popa y el futuro en la mano. Ese ALBA aún está ahí, aunque agoniza, pierde pedazos y el futuro está a sus espaldas. Sus protectores se han ido, Lula, los Kirchner, Pepe Mujíca y hoy tiembla su núcleo duro: Venezuela, Ecuador, Bolivia. A menos que todavía exista alguien dispuesto a dar crédito a las elecciones venezolanas.
¿Qué pasó? ¿Cómo se explica este estado? Hay muchos motivos: corrupción, autoritarismo, mal gobierno, colapso de los precios del petróleo. Pero hay algo más, algo más profundo: está implosionando la coalición nacional popular surgida en su momento para combatir el liberalismo; tanto el liberalismo económico como el liberalismo político. Una coalición recurrente en la historia latinoamericana entre el populismo y la izquierda redentora, el cristianismo y el marxismo.
El mejor indicio es la actitud de la Iglesia Católica, un termómetro muy sensible a los cambios en el “espíritu de los tiempos”. Hasta hace un tiempo, la voz que se alzaba de su vientre era por lo general la del clero sintonizado con los líderes del ALBA. ¿Acaso Chávez no era un cruzado que liberó al pueblo de la herejía neoliberal? ¿Y Correa? Economista católico, gobernó enarbolando el evangelio. Evo Morales vencía a todos: encarnaba a los oprimidos de la historia; Cristo revivía en él. Entre la fe de esos líderes, su pueblo y el socialismo no había contradicción. Al igual que en la década de 1970, el socialismo del siglo XXI parecía expresar el orden social más próximo al evangelio. Los viejos teólogos de la liberación volvieron a sentirse jóvenes. Y la izquierda redentora tuvo finalmente un pueblo. Ya no se definía marxista, sino poscolonial, multicultural, transnacional: la nueva jerga marxista de las ciencias sociales.
Ese clima culminó en el viaje triunfal del Papa a Quito y La Paz. De ese viaje quedaron registradas las sonrisas, los abrazos y los discursos radicales: el del Papa a los movimientos sociales hizo tanto revuelo que el último periódico comunista italiano lo imprimió para regalárselo a sus lectores. Cuando Evo Morales le obsequió un crucifijo en forma de hoz y martillo, todo el mudo bromeó, pero el simbolismo no era casual.
Era 2015, pero esas imágenes parecen provenir de un pasado remoto. Hoy la Iglesia y ALBA cruzan por todas partes las espadas y la voz eclesiástica que trona es la de los episcopados: los obispos venezolanos denuncian la dictadura de Maduro y lo acusan de querer un régimen totalitario; los obispos ecuadoreños defienden al presidente Moreno en la cruenta disputa con Correa, que le había confiado la silla presidencial para que la calentara en vista de su retorno; los obispos bolivianos llevan mucho tiempo en conflicto abierto con Evo Morales; y peor aún: Morales perdió la confianza de los ambientes "progresistas" del Vaticano, que hasta ahora lo habían mimado como un hijo pródigo; su pretensión de cancelar el resultado del plebiscito que tres años atrás le negó la posibilidad de candidatearse por el cuarto mandato, le fue fatal.
Claro, se podría liquidar el tema como la oscilación fisiológica del péndulo político de la izquierda a la derecha; o como una reacción clerical ante ciertas propuestas de ley, especialmente sobre el aborto. Pero sería una lectura superficial. Muchos elementos se acumulan y al acumularse ayudan a explicar la crisis de la coalición anti-liberal entre cristianos y socialistas redentores. El primero es que el coco neoliberal es un coco gastado; hoy, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos adoptan políticas económicas híbridas y pragmáticas. El segundo es la corrupción: los gobiernos populistas no han sido en modo alguno más honestos que sus predecesores; más bien lo contrario. El tercero es el autoritarismo: tomó tiempo, pero ahora está claro para todos que los cristianísimos líderes de ALBA usan la democracia y la Constitución como trajes confeccionados a su medida y no a medida de todos. El cuarto es el drama venezolano: ese drama ha vacunado a todos porque demostró, sobre la piel de los venezolanos, que las recetas del socialismo del siglo XXI son anacrónicas y equivocadas. Es por eso que no solo la Iglesia, sino los mismos movimientos nacionales populares latinoamericanos están tratando de quitarse de encima el lastre de la izquierda redentora: los piantavotos habituales.
Esto abre un nuevo escenario: los populismos se quitan la máscara y corren al barranco, como en Venezuela; son derrotados, como en Argentina; buscan volver al redil democrático, como en Ecuador; o mientras puedan, hacen como si no pasara nada, como en Bolivia. Pero los movimientos populares que les han proporcionado al pueblo, que la izquierda redentora nunca ha tenido, olfatean el riesgo de perderlo y están buscando recolocarse: hay chavistas que abandonan a Maduro; peronistas que olvidan a Cristina; correistas que abrazan a Moreno. Obstinados en mantener el poder a toda costa, a Evo Morales le pasará lo mismo.
Para la democracia latinoamericana es una encrucijada clave. Para fortalecerse, es vital que aquellos movimientos que en el pasado han pretendido encarnar al Todo y no a la Parte le sean leales. Que se coloquen a la izquierda, al centro o a la derecha es secundario: siempre que no pretendan ser las tres cosas juntas. ¿Los daños causados por la aventura populista de los últimos veinte años los habrá vacunado del impulso redentor que siempre los ha animado? Un impulso incompatible con la democracia, reformista por naturaleza. Lo dudo, pero hay muchas razones para tener más esperanza que en el pasado.