Manuscrito. La espía que amó a Fidel Castro (I)
"He sido una mujer en un entorno de hombres. He inventado mentiras para protegerme a mí o a mis hijos, y he dicho la verdad cuando me ha convenido. Ahora quiero dejar las cosas claras." A los 75 años, quizás una vez más necesitada de dinero, como tantas otras veces a lo largo de su azarosa vida, Ilona Marita Lorenz, la joven amante alemana de Fidel Castro, que tuvo luego la misión de asesinarlo, volvió a contar su rocambolesca historia, esta vez, a la periodista española Idoya Noain. Yo fui la espía que amó al Comandante acaba de publicarse en la Argentina. Marita narra allí su parábola, que puede ser la de una aventurera o la de una mitómana (escritores y cineastas que se han acercado a ella sintieron la fascinación de esa ambigüedad). En todo caso, el cuento que cuenta es apasionante. Siguiendo el espíritu folletinesco de su relato, hoy y mañana en esta página, la saga de una familia de espías.
Ilona Marita Lorenz nació en Alemania en 1939. Ilona era, en verdad, el nombre elegido para su hermana gemela, muerta en el vientre materno por el ataque de un oficial nazi cuando la mujer visitaba a su ginecólogo judío. La madre de Marita, Alice June Lofland, había nacido en los Estados Unidos y llegó a actuar en Broadway. Era una beldad rubia de ojos azules que arrasaba pero, sobre todo, era un misterio. A los 27 años Alice quiso ser actriz de cine y se embarcó rumbo a París. Al mando de la nave iba un apuesto capitán alemán: Heinrich Lorenz. Alice nunca llegó a París. Recaló en la pequeña ciudad pesquera de Heinrich. La pareja se casó y se mudó a Bremen, donde Alice comenzó a lucir pieles y diamantes, presumía de antepasados nobles y alternaba la lectura de Schopenhauer y Kant con las recepciones en su casa de dos plantas para influyentes personalidades de la política y la diplomacia.
El matrimonio tuvo cuatro hijos y un intenso trajinar por el mundo del espionaje a favor de los aliados. De aquellos años, Marita recuerda el Chanel n.° 5 y la fortaleza de su madre. En una oportunidad, Alice despachó a un borracho que intentó violarla. Cuando se zafó del ataque, seductora, convidó al infeliz con una botella. El hombre bebió hasta la última gota de lo que resultó ser líquido para pulir pisos. Murió en el sótano de la casa familiar. Mucho después, al mencionarle Marita el incidente, su madre sólo respondió: "Lo merecía".
Para proteger a sus hijos (varias veces la Gestapo la detuvo y la torturó), Alice los repartió en hogares de confianza. Sólo conservó a Marita. Pero durante una de sus detenciones, la niña, que tenía cinco años y había quedado sola en la casa, enfermó. Las SS la llevaron a un hospital infantil, antesala del horror que la aguardaba en el campo de Bergen-Belsen, al que un día la trasladaron junto con el resto de los niños internados. Allí también recluyeron a su madre, aunque cada una ignoraba el paradero de la otra. Ambas sufrieron lo indecible hasta que el mayor de los hijos, con apenas diez años, pero bien instruido para decir a los nazis lo que querían oír, logró rescatar a su madre y ésta, ayudada por militares estadounidenses, pudo liberar a Marita. La familia volvió a unirse, pero Marita había cambiado. Se lo pasaba en la calle, con otros niños, cometiendo pequeños hurtos. Un día, cuando tenía siete años, el padre de una de sus amigas la violó. El hombre ya había abusado de otras niñas y de su propia hija. Se lo juzgó, se declaró culpable y fue condenado a prisión. Desconfiada, retraída, incapaz de comprender reglas que le parecían absurdas, Marita fue expulsada de la escuela. Su madre no sabía qué hacer con ella, y a ella sólo le hacían ilusión las historias que su padre le contaba de lugares remotos. Así fue como durante años se sumó a sus travesías marítimas.
En febrero de 1959, el crucero que comandaba el capitán Lorenz llegó a La Habana. Mientras su padre dormía la siesta y los pasajeros recorrían la ciudad, Marita vio que desde la costa, en lanchas, un grupo de hombres armados se aproximaba. Fidel Castro había visto el barco desde el Habana Hilton y quiso averiguar de qué se trataba. Marita los hizo subir. Tenía 19 años y un fuego desconocido la encendía cada vez que Castro la miraba. Recorrieron el barco y se besaron vorazmente en el camarote de ella y entre los botes salvavidas de cubierta. El capitán recibió al líder cubano en el puente de mando. Lorenz hablaba muy bien español y la conversación se prolongó en el comedor de primera clase, entre bromas, caviar y champagne. Al término de la cena Marita supo que estaba perdidamente enamorada. Ese amor cambiaría por completo su vida.
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