La excursión comunista del joven García Márquez
¿Por qué se reedita un texto? ¿Y cómo se lo reedita? No parecen haber sido preguntas tenidas muy en cuenta a la hora de publicar, hace algunas semanas, De viaje por Europa del Este, un volumen de textos firmados por Gabriel García Márquez que a fines de los años cincuenta aparecieron con el más atinado y exacto título de Un viaje por los países socialistas. 90 días en la cortina de hierro. La impresión de descuido se refuerza por la ausencia de mención alguna al origen y fecha de aparición de los artículos, por la falta de un prólogo o epílogo que los ponga en contexto histórico o que, al menos, los sitúe dentro de la bibliografía del escritor colombiano. Y sin embargo, después de las primeras líneas, cuesta no seguir leyendo el que resulta un libro fresco y sorprendente: "La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías (…) No hay allí campos de tortura ni los famosos kilómetros y kilómetros de alambre de púa electrificado. El sol del atardecer se maduraba sobre una tierra sin cultivar, todavía despedazada por las botas y las armas como al día siguiente de la guerra. Esa era la cortina de hierro".
De viaje por Europa del Este es un reportaje conformado por artículos escritos entre 1955 y 1956, que apareció parcialmente en la revista Momento de Caracas y fue publicado entero por primera vez en Bogotá, en la revista Cromos, en 1957. Después de eso, y a lo largo de las décadas, tuvo varias ediciones en formato libro bajo el sello Oveja Negra. Son once piezas que retratan el viaje de un joven García Márquez (que tenía entre veintiocho y treinta años al momento de escribirlas) por Berlín Occidental y Oriental, Checoslovaquia, Polonia, Hungría y la Unión Soviética. En algunos utilizó como excusa su trabajo de periodista y la asistencia a diversos festivales de cine. En otros se presentó como turista. En la Unión Soviética consiguió entrar, después de muchos esfuerzos, como delegado en el VI Congreso Mundial de la Juventud. A Hungría llegaría como uno de los primeros dieciocho observadores occidentales luego de la fallida y sangrienta revolución contra el sistema soviético de octubre de 1956.
Cuando estos textos fueron publicados a García Márquez le faltaba un año para contraer matrimonio: era todavía un aspirante a escritor con una sola novela publicada (La hojarasca), y si bien los perfiles de la época lo describen como un joven arrogante, ni siquiera soñaba con Cien años de soledad ni mucho menos con el Nobel de Literatura. Estaba, sobre todo, interesado en el cine, el teatro y el ejercicio de la profesión como un salvoconducto para vivir pobre y románticamente en Europa, mayormente en París, la ciudad que algunos de sus héroes personales habían mitificado. Sin embargo, lo que sorprende aquí es la extraordinaria cultura y madurez de aquel joven cronista colombiano; madurez que permite que a seis décadas de haber sido escritas estas notas puedan leerse con asombro y deleite.
Mucho del interés de estos reportajes reside en su curiosidad sin límites y en la voluntad de construir una mirada histórica en tiempo presente
Mucho del interés de estos reportajes se debe a la curiosidad sin límites de García Márquez, a su fenomenal capacidad de observación y a la voluntad, no exenta del riesgo del fracaso, de construir una mirada histórica en tiempo presente. El García Márquez periodista ya conoce las destrezas literarias (fabrica dos o tres compañeros de viaje a los que convierte en personajes para que le sirvan de contrapunto a sus opiniones) y de sus textos puede extraerse un suerte de manifiesto del oficio del cronista: evitar las generalizaciones, buscar la palabra de las personas de la calle y evitar las invitaciones oficiales, prestar atención a los detalles, esquivar los prejuicios y descreer, por momentos, de lo que se ve (e incluso de la posibilidad de emitir juicios definitivos). Con todo eso en mente es capaz de construir, incluso, una frase que a sesenta años de su escritura sigue funcionando como un eslogan para el libro: "Yo no quería conocer una Unión Soviética peinada para recibir una visita. A los países, como a las mujeres, hay que conocerlos acabados de levantar". La utopía eterna del viajero. De aquel que viaja para narrar.
La instantánea de un mundo en reconstrucción después de la Segunda Guerra se convierte así en un retrato humano de la miseria (el dinero: su falta y su abuso) repleto de contradicciones. Lo que ve en Berlín le desagrada profundamente. A la parte occidental la describe así: "Una ciudad resplandeciente, aséptica, donde las cosas tienen el inconveniente de parecer demasiado nuevas. Una ciudad falsa". Con la oriental no tiene contemplaciones: "Era incomprensible que el pueblo de Alemania Oriental hubiera tomado el poder, los medios de producción, el comercio, la banca, las comunicaciones y, sin embargo, fuera un pueblo triste, el pueblo más triste que yo había visto jamás". Su sorprendente capacidad de observación se manifiesta en este párrafo: "Se ha calculado que si estalla una guerra Berlín durará veinte minutos. Pero si no estalla, dentro de cincuenta, cien años, cuando uno de los dos sistemas haya prevalecido sobre el otro, las dos Berlines serán una sola ciudad. Una monstruosa feria comercial hecha con las muestras gratis de los dos sistemas". Los sucesos políticos le dieron la razón en menos tiempo del esperado.
En Polonia García Márquez ve la pobreza más profunda, pero rescata la pasión de los polacos por la lectura, y también su dignidad. En Hungría sufre el acoso de la policía política. En Checoslovaquia logra creer que el socialismo es posible. Finalmente, la Unión Soviética lo deja helado. Sin embargo, trata de sistematizar sus pensamientos. Para eso, comienza por realizar una descripción magistral en la que resume lo inabarcable de ese territorio: "Cuando en la península de Chukotka son las cinco de la mañana, en el lago Baika, Siberia, es la medianoche, mientras en Moscú son todavía las siete de la tarde del día anterior. Esos detalles proporcionan una idea aproximada de ese coloso acostado que es la Unión Soviética, con sus 105 idiomas, sus 200 millones de habitantes, sus incontadas nacionalidades de las cuales una vive en una sola aldea, veinte en la pequeña región de Daguestán y algunas no han sido todavía establecidas y cuya superficie -tres veces los Estados Unidos- ocupa la mitad de Europa, una tercera parte de Asia y constituye en síntesis la sexta parte del mundo, 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola".
Moscú, a la que llama la aldea más grande del mundo, lo avasalla. Y sin embargo no se deja convencer por lo que le parece una ciudad preparada especialmente para recibir a los veedores internacionales y causar una buena impresión en occidente. Todo en el texto rezuma simpatía y a la vez aversión por aquel regimen totalizador y omnipotente, y parece advertir, en cada párrafo, que esa amalgama no podrá resistir el paso del tiempo. "Es indefinible la sensación que produce hacer un chiste sobre Marilyn Monroe y que la ocurrencia se quede en las nubes. No encontré un soviético que supiera quién es Marilyn Monroe", se sorprende del aislamiento en el que el régimen soviético mantiene a su población. ¿Cómo se entiende que poco más tarde García Márquez participara de la fundación de la agencia cubana de noticias Prensa Latina, creada por el nuevo gobierno revolucionario, y consumara una amistad, que duró hasta su muerte, con Fidel Castro, habiendo visto con tanta claridad los límites del socialismo real? Es uno más de los tantos misterios sin develar en la vida del premio Nobel colombiano.
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