La gracia
El día no es espléndido, el árbol no resplandece y la imagen, pese y gracias a eso, es bella. Un resto de lluvia se empecina en oscurecer la cuenca Tidal, en Washington. Justo en los días en que florecen los cerezos. Porque la estampa suele ser otra: miríadas de pétalos rozagantes, las copas de los árboles tomadas por una suavidad única, frágil, gloriosa bajo el sol y amable al derramarse sobre las cabezas de los paseantes. Allá al fondo, en esta misma foto, puede ver algo de aquello, la hilera de arbolitos henchidos como nubes de algodón. Pero el foco de la imagen es otro. Es el árbol herido, sombra dañada de lo que alguna vez fue. Y eso conmueve: su terca dignidad, esa manera de seguir en pie, de avisar que está vivo, de abrirse, él también, en una rama generosa y desde ella brindar –porque sí, porque a la gracia nadie le pide cuentas– un racimo de efímeras maravillas.