La historia y la gente
Hilda Sabato Para LA NACION
En estos días de celebración patriótica, sufrimos una inflación de imágenes históricas que contrasta con la relativa ausencia de debates públicos sobre un pasado con frecuencia reducido a unas pocas consignas para consumo colectivo. Esta manera de mirar el pasado en términos dicotómicos se vincula con una larga tradición política argentina, que se remonta a la segunda mitad del siglo XIX, cuando se construyeron los relatos que inventaron una genealogía para un Estado en construcción, distinguiendo entre quienes habrían luchado por la libertad y aquellos asociados a la tiranía. En el siglo XX, esa visión se vio impugnada por la que propusieron ensayistas enrolados en el llamado "revisionismo", quienes tuvieron éxito en la difusión de versiones del pasado que invirtieron el signo de las oposiciones.
En ambos casos, la historia así contada se vinculaba con proyectos políticos enraizados en sus respectivos presentes, que buscaban establecer líneas de continuidad para fundar una genealogía patriótica propia y legitimante. Esta articulación entre pasado y presente no es peculiar a nuestro país, sino que constituye una característica de las sociedades modernas.
Aquí, la insistencia en interpretar lo que pasó en términos de oposiciones irreductibles entre "buenos" y "malos", según la versión de que se trate, refleja una característica central de la dinámica política argentina, que puede rastrearse al siglo XIX, pero que alcanzó en el XX sus manifestaciones más extendidas. Me refiero a la matriz de interpretación del conflicto político compartida por sectores muy diversos de la población y que encontró un espacio de repercusión masiva en los dos grandes movimientos populares, el radicalismo yrigoyenista y el primer peronismo. Según esa matriz, la sociedad argentina está escindida en dos partes por siempre enfrentadas e irreconciliables: de un lado, el polo que representa al pueblo, la patria o la Nación; del otro, el que encarna al enemigo antipopular o antinacional.
En las últimas décadas del siglo XX, estas visiones del conflicto político reducido a la confrontación amigo-enemigo fueron perdiendo vigencia al calor de una transición democrática que incorporó el valor del pluralismo. En años más recientes, sin embargo, aquella matriz polarizada se rescató primero en el discurso oficial y luego también la adoptaron otros sectores del arco político-ideológico local. Y aunque la confrontación a ultranza no parece ser el humor predominante en el conjunto de la sociedad, no podemos descartar los efectos que esta forma de entender la política pueda tener sobre nuestra frágil democracia.
En ese sentido, vale la pena volver sobre el primer clásico de nuestra historia, la oposición Moreno/Saavedra, propuesta no sólo como rivalidad clave para explicar la Revolución de Mayo, sino también como dicotomía fundante de todos los antagonismos que siguieron hasta nuestros días. Es un ejemplo de cómo, en nombre de la historia, el pasado se reduce en forma maniquea a una eterna oposición entre el bien y el mal.
No hay una única interpretación sobre la Revolución de Mayo, pero disponemos de una producción historiográfica que da cuenta de la complejidad de ese acontecimiento. Su reducción a cualquier fórmula dicotómica clausura la posibilidad de profundizar en el proceso que se abrió a partir de una coyuntura inédita para los hombres de su tiempo -el derrumbe del imperio español- y que abrió una etapa de gran incertidumbre política. En el virreinato del Río de la Plata, la búsqueda de soluciones para sortear esa crisis no difirió, en principio, de la que se había ensayado en la propia península y en otras regiones de América. Pero aquí esos cambios pronto se inscribieron en un marco más amplio, ya que a los pasos iniciales siguieron otros más radicales que los contemporáneos pronto identificaron como una "revolución". Este rótulo no marcó el fin de la incertidumbre sino la apertura de nuevos caminos y alternativas y el despliegue de opciones, conflictos, pasiones. Esa fluidez política e ideológica queda congelada al subsumirla en dos posiciones antagónicas enfrentadas. Moreno y Saavedra han sido con frecuencia elegidos para encarnar esas posturas, pero su rivalidad pocas veces ocupó el lugar excluyente que hoy ha alcanzado en versiones de éxito mediático que alimentan la nueva "historia oficial".
En éstas, Moreno encarna la virtud -el espíritu democrático, las aspiraciones populares, etcétera-, mientras que Saavedra es el representante de la reacción, cuando no de los ricos y conservadores. La ecuación no siempre fue la misma. Un primer recorrido por las historias de la Revolución muestra que casi todas ellas identifican, para 1810, dos corrientes diferentes de pensamiento y acción, pero pocas veces las subsumen en los dos personajes que nos ocupan. Y si a veces esas fuerzas son consideradas incompatibles, otras tantas se entienden como vertientes complementarias en el marco de la revolución.
Moreno gozó de gran predicamento en la historiografía del siglo XX, reivindicado por los herederos de la tradición liberal como Ricardo Levene, pero también, aunque por razones muy diferentes, por las distintas corrientes de la izquierda, incluso aquellas que formaron parte de la reacción revisionista. Al mismo tiempo, un sector del revisionismo, y en particular una de sus figuras más populares, José María Rosa, vio en Moreno un intelectual "frío", alejado de cualquier contacto popular, y aun "el dictador que se manejaba con el terrorismo y el engaño para hacer una revolución". Saavedra, en cambio, "tenía tras suyo las grandes fuerzas de la revolución, el pueblo y el ejército", aunque no supo comprenderlo y desperdició la ocasión de liderar el movimiento.
En cualquiera de estas variantes, las historias de la Revolución fueron por lo general bastante menos maniqueas que algunas de las que hoy circulan mediáticamente. La nueva fórmula predicada obtura la interrogación y deja poco espacio para la discusión colectiva sobre el presente y el futuro. Es más fácil comprimir la complejidad pasada y la diversidad presente en una consigna única y en un antagonismo irreductible.
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