La semana política I. La (in)justicia entre las generaciones
Seguramente todos hemos tenido alguna vez la sensación de haber cruzado un límite, de habernos excedido en dirección de un horizonte inquietante y de la necesidad, por lo tanto, de volver cuanto antes a los principios que nos gobernaban. Es la sensación que tuvo el hijo pródigo en su última orgía, justo antes de volver a casa. Es la señal de alarma del descarrío.
La crítica unánime que mereció el proyecto gubernamental de devolver en largas cuotas a los jubilados mayores de 80 años el 13 por ciento que se les había recortado muestra que la "señal de alarma del descarrío" se difunde por los más diversos sectores políticos y sociales. Al tratar de este modo a los jubilados que están más cerca de la muerte, ¿no se ha transgredido una frontera moral que creíamos infranqueable?
Si, por contundentes estadísticas, se sabe que una proporción significativa de nuestros jubilados más ancianos no llegarán a cobrar parte de aquellas largas cuotas que se les ofrece, esta ausencia forzosa, ¿fue prevista y calculada por algún funcionario de Economía? Y si este cálculo que incluía los "beneficios" fiscales de miles de muertes anunciadas fue efectivamente realizado, surge una pregunta ineludible: ¿hasta dónde, por Dios, hemos llegado?
A partir de Rawls
Según Cicerón, la justicia consiste en "dar a cada uno lo suyo". ¿Pero cómo determinar lo suyo de cada cual? La justicia requiere, por lo visto, un cálculo. Supongamos que una sociedad determinada está compuesta por mil personas y tiene diez mil unidades de valor para distribuir entre ellas. ¿Le corresponderán a cada una diez unidades de valor? Difícilmente, puesto que en esa sociedad habrá personas más productivas que otras. Si la cuenta de la justicia admite, a partir de esta observación, cierta desigualdad entre sus miembros, ¿será entonces admisible que las personas no productivas reciban menos de una unidad de valor? No, si suponemos que por debajo de esta mínima cifra no podrían vivir con dignidad.
Sólo si les reconociéramos a los más productivos más de diez unidades y a los no productivos más de una, nos acercaríamos a la definición de la justicia que ofreció Aristóteles: "La justicia es la igualdad entre los hombres en lo que son iguales (su dignidad) y la desigualdad entre los hombres en lo que son desiguales (sus méritos)".
Pero en su Teoría de la justicia, John Rawls le agregó un elemento a la definición de la justicia de Aristóteles. Este nuevo elemento no tenía que ver con lo suyo de cada cual sino con quienes son los cuales que deberían participar en la cuenta de la justicia.
Rawls llamó a este elemento "el principio del ahorro justo ". Según este principio, los "cuales" que entran dentro de la cuenta de la justicia no son únicamente los seres que están presentes en el momento en que la cuenta se realiza sino también los que van a venir. Si una sociedad distribuye todas sus unidades de valor sólo entre los adultos presentes, comete un acto de injusticia para con aquellos que van a venir, porque también está entre sus obligaciones dejarles un país mejor a sus futuros miembros mediante las inversiones de largo plazo que fructificarán cuando les llegue el tiempo. La enormidad de nuestra deuda externa, así, es una colosal injusticia para con los argentinos que vendrán. Algo exactamente inverso a la fórmula "mi hijo el doctor" que presidió el generoso esfuerzo de nuestros mayores hacia sus hijos, nietos y bisnietos.
Si el principio de la justicia se extiende en el tiempo más allá de quienes forman parte de la generación de los adultos contemporáneos, podríamos afirmar, para completar a Rawls, que para el cálculo de la justicia hay que tomar en cuenta cuatro generaciones: los contemporáneos en plena actividad, los niños que todavía no existen pero van a venir, los niños que ya existen y "van a venir" a la edad adulta y, en el borde de la vida, los seres ya no productivos que van a morir. Cualquier cuenta distributiva que ignore a alguna de estas generaciones peca contra la justicia.
Cuatro injusticias
Si miramos a nuestra sociedad desde la perspectiva rawlsiana del "ahorro justo", comprobaremos que ella adolece no de una sino de cuatro injusticias.
La primera es la que se comete entre los miembros de la generación que hoy atraviesa su edad adulta, productiva. El hecho de que al menos uno de cada cinco argentinos en edad productiva esté desocupado es brutalmente injusto contra ellos porque los convierte artificialmente en un sector pasivo. El desocupado es un adulto biológicamente pero es como si fuera un niño o un viejo laboralmente. Al no procurarles un empleo a quienes desean obtenerlo, la sociedad los expulsa del contrato social de la producción que debería incluir a todos sus miembros activos.
Más allá de la generación activa actual y ya en territorio propiamente rawlsiano porque pasamos de la injusticia intrageneracional a las injusticias intergeneracionales, se despliegan tres nuevas injusticias. Una es la que se comete con los niños. La niñez es una generación pasiva en cuanto aún no produce pero potencialmente activa, la más activa de todas, porque porta el futuro. ¿Pero estamos alimentando, estamos educando a nuestros niños? El escándalo de la desnutrición infantil nos ha golpeado como una afrenta moralmente insoportable desde hace algunas semanas, cuando inundó los medios de comunicación, pero campañas como el proyecto contra "el hambre más urgente" y las obras de bien que realizan calladamente tantas almas solidarias dentro y fuera de la Argentina nos indican que el desamparo de la niñez viene expandiéndose desde hace años como una mancha de petróleo en el océano argentino, impulsada por la recesión económica y la corrupción política.
La tercera injusticia se comete contra la clase pasiva de los jubilados, de los que habiendo producido ya no lo pueden hacer por razones biológicas. El olvido de los derechos de los jubilados es doblemente grave por la indefensión de las víctimas. Una clase económicamente pasiva, ¿cómo podría defenderse? Algo similar pasa con los niños, que además ni siquiera pueden votar. Pero un sentido elemental de la justicia debería llevar a ocuparnos más todavía de quienes no tienen la fuerza necesaria para apoyar sus reclamos. Ignorarlos es como matar a sangre fría.
Queda por mencionar la cuarta y última de nuestras injusticias: la ausencia de inversiones. Invertir es, en el fondo, distribuir para los que van a venir mediante la creación de las nuevas riquezas que, oportunamente, los beneficiarán. Pero la Argentina de hoy, además de haberse endeudado más allá de sus posibilidades, simplemente no invierte. En lugar de "mi hijo el doctor", lo que dice sin decirlo es "mi hijo, el menesteroso".
Si un juez severo nos pidiera cuentas por nuestras injusticias, ¿qué le diríamos? ¿Que no podemos atender a todos porque estamos en emergencia? Pero la emergencia, en lugar de justificar el olvido de los principios, ¿no debería agruparnos en torno de ellos? En los naufragios rige un principio: "los ancianos, los niños y las mujeres primero". En la Argentina de hoy, a los botes se han ido primero los adultos. Desde la borda que se inclina peligrosamente los ancianos, los niños, las madres y las embarazadas, el pasado y el futuro, los miran sin comprender.
lanacionar