La inmoralidad mayor y sus dilemas
Ya hemos planteado en este espacio una valoración clásica sobre la naturaleza sociológica de la corrupción. Ella coincide con las modernas miradas judiciales y el diagnóstico de los periodistas objetivos: se trata de un fenómeno estructural, cuya investigación requiere no solo descubrir la modalidad de los delitos, sino establecer los vínculos entre organizaciones de distintas esferas a través de las cuales se canalizan. Los que trasgreden la ley son individuos, pero ellos están insertos en estructuras institucionales interrelacionadas que operan en los altos círculos de la sociedad. Este es el concepto que le adosa el análisis social a la convicción judicial y periodística: la elite del poder.
El que mejor retrató este fenómeno en la sociedad de masas capitalista y democrática fue un asiduo invitado a esta columna: Charles Wright Mills, un sociólogo norteamericano contestatario en su época y considerado hoy un clásico. En 1956 publicó un libro que se haría célebre: The power elite, destinado a describir y analizar la estructura y los vicios del poder en la sociedad norteamericana de entonces. Releyéndolo se constata, no sin asombro, la actualidad de su diagnóstico. Para la Argentina, la única diferencia es que Mills incluía a los militares en la elite, algo que no sucede aquí luego de la dictadura. El resto guarda un parecido notable: la elite está compuesta por las corporaciones empresaria, gubernamental, política y sindical, con ramificaciones en el mundo del espectáculo y los deportes.
En el último capítulo del libro, titulado "La inmoralidad mayor", escribe Mills: "En el gobierno no hay más inmoralidad que en los negocios corporativos. Los políticos solo pueden conceder favores financieros cuando hay hombres del mundo económico dispuestos a recibirlos. Y los del mundo económico solo pueden buscar favores políticos si hay agentes políticos capaces de otorgarlos". Y agrega que es razonable que el foco esté puesto más en el gobierno que en los empresarios, porque sobre los dirigentes políticos se proyectan las expectativas de la sociedad. Pero reconoce que "en una civilización tan compenetrada con los negocios como la de los Estado Unidos" las reglas corporativas suelen aplicarse en el gobierno "especialmente cuando hay tantos hombres de negocios en él". Nada nuevo bajo el sol, como se observa.
Las conclusiones de Wright Mills se basaron en una rigurosa investigación, pero tienen carácter moral. Ellas encuentran su fundamento en el dinero, la mercancía que mueve al capitalismo. "El dinero es el único testimonio claro del éxito. Y no es solo que los hombres quieran dinero, es que sus propias normas son pecuniarias", escribe Mills, para concluir con una bendición irónica a los que sobresalen en ese medio: "Bienaventurados los cínicos porque solo ellos poseen lo necesario para triunfar". Acaso la obsesión pornográfica de Néstor Kirchner por acariciar y atesorar billetes represente una muestra emblemática de ese desaforado cinismo y por ello impacte tanto. Pero, no hay que olvidarlo, el diagnóstico de la Justicia, el periodismo y la sociología concluye que él fue apenas la expresión brutal, no sublimada, de un sistema con múltiples involucrados y derivaciones, como está saliendo a la luz en estos días.
¿Qué dilema se le plantea a la clase dirigente ante las escandalosas revelaciones? La respuesta es ambivalente: en un sentido es una gran oportunidad para regenerar conductas, modificar la legislación y trasparentar al menos el financiamiento de la política y el acceso privado a la obra pública; en otro sentido, puede constituir un espectacular simulacro que favorezca coyunturalmente los intereses de unos sobre otros, para llegar a poco o nada, culpabilizando solo a individuos y no al sistema, sus estructuras y complicidades. Para que eso no suceda la responsabilidad mayor recae sobre el Gobierno y la Justicia, ámbitos donde los probos parecieran librar una batalla desigual contra la corrupción enquistada.
Frente a esa desventaja, tal vez resulte un avance empezar por reconocer el hecho empírico de la corrupción, dejando de atribuirlo a conspiraciones imperiales. Junto a eso, sería bueno librarse de otro dilema: gobiernos populares, cuyos atracos se justifican porque mejoran el salario y el consumo, o gobiernos liberales, presuntamente honestos, que someten al pueblo a ajustes severos. La obligación de los dirigentes es salvar la integridad junto con el bienestar. De lo contrario, seguiremos atrapados en la fatal condena: oscilar entre los que "roban pero hacen" y los que tienen la limpieza e indiferencia de la planilla de cálculos.
Pero no todo está perdido. Con el debate sobre el aborto, la sociedad argentina superó a muchos de sus dirigentes. Ahora resta que ellos respondan a las expectativas de honestidad, a riesgo de perder la legitimidad declinante que conservan. Los políticos, empresarios, sindicalistas y funcionarios decentes también aguardan que retroceda la inmoralidad mayor, que injustamente los ensombrece y estigmatiza.