La ira y la impotencia de Dios
"Soy la ira de Dios. Soy el único dueño de todo", blasfema el protagonista al final de la película "Aguirre, la ira de Dios", del alemán Werner Herzog. Solo, en una piragua en un perdido río de la selva, Aguirre resume en ese soliloquio la rabiosa impotencia del conquistador, ya devenida en derrota su loca aventura de poder a la que arrastró a su propia hija, a sus amigos y a los indios cautivos de su imantación terrible. La escena lo retrata todavía borracho de sí mismo y lleno de rencor y de furia. "Soy la ira de Dios", proclama reducido su imperio al dibujo de su pequeña sombra en el agua. Esa pequeña sombra podría compararse a la de un líder en retirada despidiéndose a través de la verja de una casa de La Rioja.
En El otoño del patriarca, de García Márquez, el tirano simula su muerte para espiar cuánto y cuántos lo lloraban y de paso descubrir a los traidores, a los que su muerte hacía felices. Pocas veces los hombres del poder largo que se van reciben más gratitud que desdenes.
"¿Has oído que está bien ganar la batalla?/ Yo afirmo que perderla está bien, las batallas se pierden con/ el mismo coraje con que se ganan". Walt Withman sabía lo difícil que es sentir ese coraje cuando se pierde si se piensa que se va a ganar siempre. La despedida mide la estatura del adiós. En la amistad, el amor, el matrimonio, el trabajo y los negocios los adioses suelen ser más pequeños que grandes. ¿Por qué iba a ser distinto en la política?
Hay un poema de Quasimodo que dice: "Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra,/traspasado por un rayo de sol:/ y enseguida atardece". Quiere decir: y enseguida uno se muere; todo se acaba. Porque por más que ese rayo de sol desde el poder parezca eterno, es humanamente finito.
Recuerdo aquel poema de Bécquer que se pregunta: "¿Cuando el amor se olvida/ sabes tú adónde va?". Los pueblos, volubles, tornadizos y veleidosos podrían preguntarse: "¿Cuando se van los líderes / adónde va el amor de sus adoradores?". A rey muerto, rey puesto. El tamaño de la pieza que se saca del estante deja al descubierto el lugar que ocupaba. Estamos hablando -seamos justos- de una pieza de tamaño superior al estándar. Y creada, en gran parte, menos por sus dones que por la gente. Es decir: nosotros.
Se ha tratado de una huida, deserción, retirada -que para el periodismo tosco es "se bajó", como si el lenguaje no tuviera importancia y "bajarse" fuera lo mismo que claudicar o rendirse-. Queda una sociedad con más contradicciones que las que se ven por la televisión en esos programas de archivo donde los involucrados se ponen colorados de verse diciendo lo que ahora desdicen.
En democracia, sin la gente, nadie puede ser dueño de la escena ni tampoco darle nombre a un capítulo histórico que estudiarán e interpretarán generaciones ya no tocadas ni por los efectos de la damnificación ni de los bienes. El capítulo es inolvidable. Y no fue obra de un solo autor por más que figure como único. Tampoco nosotros pasamos incorpóreos e inmaculados por sus páginas apenas pagando la cuota de un auto, de un tour a Disneyworld o de un electrodoméstico. Tengo mi propia mancha promedio. Es probable que muchos de los lectores no se vean ninguna.
Así como Aguirre, en la película, arrastraba a sus huestes tras la conquista delirante hasta estrellarlas contra el realismo brutal de la selva, también aquí durante una época, un político avivó las creencias colectivas subyacentes. Contó con una sociedad dispuesta a realimentarlas sin pensar si alguna vez tendría que pagarlas. Consiguió, como pocos, inspirar un "ismo" y un "anti". El desenlace lo encontró en su propio desencuentro, sorprendido ante una sociedad que lo reemplaza. No hace falta nombrarlo: es él. Pero también nosotros.