La larga vida de los standards de jazz
Pocas cosas pueden jactarse de tener tantas vidas como los standards, esos temas que forman parte del inconsciente colectivo del jazz y permiten que los artistas del género los sigan reelaborando sin pausa. Pueden haber sido compuestos por un notable (Duke Ellington, Thelonious Monk), aunque los más auténticos son los que ya nadie recuerda bien de dónde surgieron, si de un musical de Broadway o de una vieja película de Hollywood. Ejemplo de standard fulminante: en 1959 Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II crearon The Sound of Music; un par de años después John Coltrane tomó la canción principal de ese musical, “My Favorite Things”, y sorprendió a propios y extraños con su interminable improvisación en saxo soprano. Cuando Julie Andrews y la versión fílmica de 1965, traducida como La novicia rebelde, le dieron un definitivo empujón de popularidad al original, el tema ya era parte del jazz.
"Se produce esa hermosa paradoja del jazz: el original no es el original, sino todo lo que vino después"
La escucha de standards tiene –para los que llegamos tarde a su era dorada y vivimos los tiempos pedestres de los covers– una curiosidad. Uno conoce a veces solo versiones tardías que perdieron por completo el oído de la melodía original. Mi versión de cabecera de “Alone Together”, por ejemplo, es una larguísima interpretación de Lee Konitz, Brad Mehldau y Charlie Haden, que no se parece en nada a las otras, salvo, claro, en la apenas discernible estructura armónica. Las ventajas virtuales de la época me permitieron un rápido ejercicio detectivesco para dar con la primera versión grabada de “Alone Together”. La hicieron Leo Reisman y su orquesta en 1932, con un tal Frank Luther en voz. Es una típica canción dulzona de big band hecha para bailar amablemente en algún salón amplio y sibarita. Lo que importa es que abre tantas posibilidades como el oxímoron de su nombre. Esa vieja versión, en todo caso, no solo me llevó a escuchar mejor las improvisaciones de Konitz y sus amigos. También me permitió –al fin– poder silbarla.
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Pero hay malentendidos más tortuosos. Siempre di por hecho que “Bye Bye Blackbird” había sido escrito para rendirle honores a Charlie Parker, un poco como Mingus despediría más tarde a Lester Young en “Goodbye Pork Pie Hat”. Un error insólito, que me gusta atribuir a que debo haber escuchado por primera vez el tema para la época de Bird, la película de Clint Eastwood sobre el saxofonista. A la confusión aportó seguramente otra despedida más o menos cercana: la muerte de Miles Davis, en septiembre de 1991. Pronto el pianista Keith Jarrett grabó una versión de “Bye Bye Blackbird” para homenajearlo. La elección tenía razón de ser. Miles –que en la tapa del disco homónimo de Jarrett, de 1993, aparece a contraluz, trompeta en mano, en un virtual adiós– fue el que le puso su gran sello al tema. Lo hizo en Round Midnight (1957), su primer disco para Columbia.
Segundo error: dar por hecho que todo había comenzado ahí. Durante la pandemia -período en que le dediqué bastantes horas a estas inquisiciones- supe que la canción tenía en realidad una larga historia previa. Ya la cantante Peggy Lee la había grabado en 1955 para una película, Pete Kelly’s Blues, de Jack Webb. Fue de ese éxito, una balada susurrada, acompañada por un leve rasgueo de guitarra y una orquesta casi muda, del que se valió Davis para dotarlo de swing y una nueva, impecable melancolía.
Quien se tome el trabajo de seguir rastreando, encontrará, sin embargo, que ya había versiones del tema en una fecha tan distante como 1926. La de Gene Austin no fue la primera, pero sí la más popular. El primer efecto al escuchar hoy esa canción, que sería olvidada hasta su rescate en los años cuarenta, es desconcertante: alguien se despide de su pueblo y de ese mirlo (el blackbird del título) a un tempo ligerísimo, casi de far west. No se parece en nada a la que conocemos. Basta aguardar un poco para develar el enigma: las versiones de Peggy Lee y de Miles solo trabajan a partir del estribillo del tema para construir casi su negativo. Con lo cual se produce esa hermosa paradoja, tan propia del jazz: el original no es necesariamente el original, sino todo lo que vino después.
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