La lombriz solitaria de las empresas estatales
Por Ernesto Poblet Para LA NACION
En épocas de nuestros abuelos, fue una enfermedad de moda. Un parásito alojado en los intestinos que se apoderaba de cuanto nutriente ingiriera el ser humano. Por más que el enfermo comiera, no engordaba. Nada se le notaba exteriormente. Podía la persona subsistir con esa glotona compañía adentro. La tenia saginata o lombriz solitaria perdía, periódicamente, partes finales de su cuerpo, pero las reponía. Extraña, casi mágicamente, sabía reproducirse. Así lograba eternizarse en su cómodo alojamiento.
Hablando no ya del cuerpo humano, sino de la estructura de control de los gobiernos, hubo en nuestro país una Sindicatura General de Empresas Públicas –más conocida como Sigep– a la que se le ocurrió publicar un dato trascendente en abril de 1989.
"El resultado financiero consolidado de las empresas públicas durante el período 1965-1987 fue negativo en 52.397 millones de dólares." Eso significaba que las transferencias totales del Tesoro Nacional hacia las empresas del Estado para cubrir su capital de trabajo le insumieron al fisco esa suma astronómica. Los 52.397 millones de dólares fueron pérdida pura acumulada desde la presidencia del austero doctor Arturo Illia, el severo general Juan Carlos Onganía, Roberto Levingston –con su ministro Aldo Ferrer–, Alejandro Agustín Lanusse, Héctor J. Cámpora, Raúl Lastiri, los meses del anciano Juan Domingo Perón, María Estela Martínez (Isabel), Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Fortunato Galtieri, Reinaldo Bignone y el democrático doctor Raúl Alfonsín.
¿Era tan rico el país en esos veintidós años para solventar una cifra líquida algo cercana al PBI y disponerla tan alegremente en manos de los amigos de los gobernantes para dirigir las más sofisticadas actividades comerciales, industriales y de servicios?
No. Desde mediados de 1929 el país ya no era rico. Ese año lo sacudió una crisis internacional y al siguiente le destruyeron sus instituciones. Entonces, ¿con qué alquimia financiera pudieron esos doce variopintos gobiernos solventar tan inmensa masa de dinero para entregarla a estómagos que tenían la tenia saginata adentro?
Con esa manía acusatoria de los argentinos, podríamos elegir a algunos de los presidentes en proporción a la tirria que nos pueda producir su recuerdo. Seleccionados los tres o cuatro más odiosos, imaginémoslos llevándose semejantes caudales hacia los paraísos fiscales. "Que devuelvan lo que se llevaron", reclamaríamos. Pero ya nadie nos creería. Sería demasiado trillado.
¿Y si le echamos la culpa a la "maquinita"? Eso sí que es coherente y factible. ¿Y por qué razón nos van a aceptar esta explicación y no la de los robos de los funcionarios, si siempre hubo y habrá entre los seres humanos grandes timadores, coimeros, malversadores y delincuentes de guante blanco? Lo que ocurre es que ninguno de estos imperfectos personajes –aun agrupados– podría llegar a embolsar cifras del orden de los 53.000 y pico de millones de dólares. Es impensable.
Lo que realmente se comió gran parte de los esfuerzos de los argentinos fue esa lombriz solitaria de las empresas públicas que, en veintidós años, se tragó tantos nutrientes como para desembocar, al cabo, en el estallido hiperinflacionario de 1989. El mecanismo utilizado para "producir" esas sumas no pudo ser otro que la emisión de moneda sin respaldo. Alegremente, le daban a la maquinita. Era facilísimo. Cuestión de levantar el teléfono y pedirle al titular del Banco Central la suma que hiciera falta.
Cualquier sobreviviente que haya sido presidente o director de algunas de las empresas del Estado –cuya defunción celebramos en la ahora innombrable década nonagésima– se debe acordar del soponcio que padeció horas después de su renuncia, desvinculación o finalización de mandato. Un contador con cara de circunstancias se le acercaba antes de despedirse y le comunicaba una noticia atroz: "Señor director, el Tribunal de Cuentas de la Nación le ha embargado sus bienes por varios millones de dólares".
Las cifras eran siderales y el renunciante, con desesperación, pedía más aclaraciones. El mismo contador, que reproduciría la escena con cuanto funcionario se retiraba, le insuflaba, a su vez, la tranquilidad necesaria para evitar el infarto: "Pero no se preocupe, ya está preparado el decreto de insistencia y su excelencia el señor presidente lo firma siempre con los ojos cerrados. La mayoría de las veces lo firman sin saber de qué se trata. Sin ese decreto, todo presidente o director de empresas públicas pasaría a ser un muerto en vida. Así, el Tribunal de Cuentas de la Nación cumple correctamente su función y el presidente confía en sus funcionarios. Por algo los nombró. Quédese tranquilo, todo está dentro de lo correcto".
A nadie se le ocurriría investigar los archivos de los famosos decretos de insistencia. Pero existieron tantas veces como desvinculaciones hubo de funcionarios con cargos decisivos en las empresas del sector público. Los archivos se conservan. Eso sí, con abstracciones y generalidades, de ninguna manera con constancias de las multimillonarias cifras que quedaban justificadas.
Para mantener la voraz lombriz solitaria que se deglutió más de 53 mil millones de dólares en veintidós años, también los jubilados, estafados, colaboraron con sus aportes para alimentar las arcas insaciables de las históricas empresas del Estado.
Para enfrentar la crisis energética, el gobierno de Néstor Kirchner ha decidido fundar una nueva megaempresa estatal que abarca diversos campos de la energía y los combustibles. Se ha hablado de planes tendientes a explorar los yacimientos del lecho del mar. A fines de los años 70 –pleno auge de las investigaciones off shore– se hablaba de inversiones por montos siderales para nuestro litoral atlántico. De cinco mil a veinte mil millones de dólares. Las investigaciones sísmicas que se hicieron no resultaron satisfactorias y lo mismo ocurrió con la perforación de pozos en el lecho submarino, como fue el caso del área explorada Colorado Marina 1, a la altura de Bahía Blanca. No se extrajeron conclusiones favorables para tan ambiciosos programas.
En 1990, el Ministerio de Obras y Servicios Públicos elaboró un informe reservado, que hizo público un matutino de la Capital Federal. Se dan detalles de nueve empresas estatales, consignando las pérdidas, deudas previsionales y deudas con el exterior en los respectivos casos y dentro del ejercicio que se cerró el 31 de diciembre de 1989. Entre trece empresas perdieron ese año 3867 millones de dólares y, en conjunto, adeudaban a las cajas de jubilaciones 177 millones de la misma moneda y, al exterior, la friolera de 15.724 millones: tan sólo en el ejercicio correspondiente a 1989.
Entel había perdido, en 1989, 1461 millones de dólares. No había cancelado el IVA. Debía a las cajas 23 millones de dólares y su deuda externa alcanzaba a 988 millones.
Agua y Energía Eléctrica había perdido 848 millones de dólares. Debía a las cajas 72 millones de dólares. Segba había perdido 800 millones de dólares, con una deuda externa de 830 millones. Ferrocarriles había perdido 581 millones de dólares. Debía a las cajas 54 millones, con una deuda externa de 1209 millones de dólares. Hidronor había perdido 195 millones de dólares y su deuda externa ascendía a 577 millones de dólares. Encotel había perdido 184 millones y debía a las cajas 18 millones de dólares. Gas del Estado había perdido 120 millones y su deuda externa era de 2144 millones de dólares. Yacimientos Carboníferos Fiscales había perdido 44 millones de dólares. Debía a las cajas dos millones de dólares y tenía una deuda externa de 197 millones. Aerolíneas Argentinas había perdido 34 millones de dólares. Su deuda externa era de 1019 millones de dólares.
Caso aparte es el de YPF, por su complejidad, al tratarse de un monopolio con varias actividades en torno del petróleo y del gas. Las deudas exigibles internas, que no se pagaban, totalizaron los 75 millones de dólares. Su deuda era, en 1989, de 5704 millones de dólares. De la YPF estatal nunca se conocieron sus más elementales costos. Lo que resultó fácil de captar fueron las filigranas contables.
Falta considerar en este informe las pérdidas de las empresas de Defensa –Somisa, entre ellas– y las correspondientes a otras áreas en el orden nacional y provincial. Es mejor imaginarlas que tomarse el aburrido trabajo de investigarlas. Salvo que la otrora Sigep y algún ministerio hayan permitido una publicación oportuna y cómoda que ayude a erradicar, para siempre, la vieja enfermedad parasitaria.
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