La mala costumbre de improvisar
A fines del año pasado, el ministro de Comercio de la India destacó el interés oficial de reactivar las negociaciones y la vida cotidiana de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Tras aludir al fracaso de la Conferencia Ministerial de Buenos Aires, dijo que su gobierno pensaba hospedar, en febrero, una minicumbre de 40 colegas para evaluar la actual realidad. La reunión de Davos efectuará un retiro espiritual con el mismo propósito.
Si bien la diplomacia especializada está algo confundida por los acontecimientos, sabe que la postración de la OMC obedece más a la escasez de músculo político que a la falta de ideas sagaces. Una de las propuestas de reforma que se discuten para salir del atolladero descansa en el deseo de concentrar la energía en negociar acuerdos sectoriales, de adhesión voluntaria, como los que forjaron el GATT de la Ronda Tokio (1979). Tal enfoque sería un modo de reponer la antigua estructura de dos velocidades, con la ilusión de reconstruir un ámbito más cómodo y operativo para la estirpe capitalista del foro.
La reforma incluiría un mecanismo light de solución de controversias, cuyo perfil no garantiza el cumplimiento de los derechos y obligaciones adquiridos en la OMC. Semejante ajuste podría desguazar la fuerza contractual del sistema. Sobre todo, porque reinstala el derecho a vetar las decisiones del Órgano de Solución de Diferencias, un espejo clásico de la legislación unilateral de Washington.
El gran motor de la reforma, la noción de facilitar los consensos mediante la liberalización sectorial del comercio, restringiría fuertemente la posibilidad de alcanzar equilibrio global, reciprocidad y comercio justo, tres de los principios seculares del GATT-OMC. Y aunque se ignora si esta receta habrá de curar o matar al paciente, parece reclutar significativo apoyo.
Quienes no consiguieron entender la película son los estrategas que trajeron al país un rito obligatorio, al que la membresía de la OMC no le dedicó su habitual atención. El fiasco de la Conferencia de Buenos Aires fue el lógico producto de una decisión hepática.
En semejante escenario, los 500 millones de pesos que se habrían asignado a la conferencia terminaron por financiar un espejismo urbano cuyo nexo con "la reinserción del país en el mundo" no resulta discernible.
Obviamente, el balance de la conferencia hizo que el gobierno percibiera ex post que la importancia de la Argentina en la OMC solo depende de la magnitud de su comercio; la consistencia y coherencia de su política comercial; la calidad de su enfoque sistémico, la solvencia profesional de sus representantes, y la solidez y viabilidad de sus propuestas.
Estos y otros episodios prometen un año de alta complejidad. Hay por lo menos tres medidas que pueden originar la paradoja de que un acuerdo OMC plus entre el Mercosur y la Unión Europea se convierta en el telón de fondo para achicar, en lugar de acrecentar, el comercio entre ambas regiones. Esa incógnita obliga a constatar si las exportaciones de sustancias proteicas generadas con organismos genéticamente modificados (OGM) que se destinan a la UE (entre otras, las del complejo sojero de Estados Unidos, Brasil y la Argentina) corren el riesgo de ser ilegalmente prohibidas en virtud de una legislación que debate el Europarlamento. También resulta necesario dilucidar el alcance de las nuevas reglas sobre sustitución obligatoria del glifosato y otros plaguicidas tradicionales y si existe el intento de desconocer el principio internacional de equivalencia aplicable a la importación de productos orgánicos.
Ante semejante guiso, la Argentina también debería repensar con urgencia su posición ante la "nueva OMC" sin descartar ni aprobar de antemano ninguna de las opciones que están sobre la mesa ni olvidar el carácter de la membresía. Ginebra no se maneja con los reflejos de la ortodoxia norte-sur ni se ganan medallas por regalar derechos y oportunidades.
Y si bien no es malo adherir selectivamente a las negociaciones sectoriales (comercio electrónico, pymes, facilitación de inversiones, etc.), sería un disparate hacerlo en un escenario que convierta la agricultura en el pato de la boda. Esto implica recordar de dónde vienen las divisas que no se engendran con deuda pública y descartar la retórica de los expertos en banalidades. Quizás el Gobierno podría empezar por darles licencia a la improvisación y los improvisadores.
Diplomático y periodista
Jorge Riaboi