La máquina sin límite
Fernando Diez Para LA NACION
Es de público conocimiento que políticos y economistas del mundo ven la actual crisis como la peor desde el año 30. También es visible la perplejidad de los mandatarios de las principales naciones, que no dan con una medida convincente. La credibilidad de los organismos, funcionarios, agentes financieros, bancos y compañías fue herida como nunca antes. Es la credibilidad del sistema económico lo que ha caído.
Primero se manifestó como una crisis financiera, caída de las acciones y, finalmente, la quiebra de los prestamistas de lujo, los bancos de inversión. La pregunta era si eso afectaría la "economía real", sugestivo término que pondría en la categoría de irreal la suerte de enormes bancos y compañías, y el destino de masas enormes de dinero que de un día para otro se desvanecieron. Justamente el dinero, eso que en la sociedad contemporánea parece lo más real. Por no mencionar la caída del valor de las casas y la catástrofe de los fondos hipotecarios. Finalmente, la transmisión a la economía real se manifestó en la inminente quiebra de gigantes como General Motors y el despido de miles de trabajadores.
Pero cabe la posibilidad de que la crisis no sea de la "economía real", sino de un sustrato aún más real y profundo. Quizá se trate no de una crisis económica, sino de la crisis de la economía misma. Quizá la economía ya no sea ese sistema objetivo capaz de asignar la importancia y valor de cada cosa, y orientar acciones razonables para organizar nuestro futuro.
No hay duda de quiénes llegaron a ser los verdaderos brujos de la civilización contemporánea: los economistas. La globalización lo dejó bien claro, como la religión había sido en los siglos anteriores, la economía se transformó en el fundamento de las decisiones políticas y la medida de las decisiones privadas. La noción de "beneficio económico" adquirió el estatuto del tabú, eso que no puede ser discutido. Cuanto más rápido la sociedad produce, consume y descarta, tanto más exitosa es; alimenta el producto bruto interno y, por lo tanto, todos los índices económicos. Llena de optimismo el futuro; infla los valores de las compañías; guía las inversiones futuras y estimula un mayor gasto de los consumidores. Poco importa la utilidad de lo producido. De hecho, en la última parte del siglo XX, una de la maneras de medir el "desarrollo" de una nación consistió en medir la cantidad de basura que producía per cápita: cuanto mayor fuera, mejor. La obsolescencia programada se convirtió en un objetivo de la industria, y la vida útil de productos siempre renovados se redujo todo lo posible a la espera de una rápida sustitución que alimentara el ritmo del aparato productivo y el beneficio económico. Cuanto más se descarta, tanto más se desarrolla la performance aparente de un país, porque la economía se niega a ver el costo del inconmensurable residuo que produce. Aunque durante siglos las sociedades humanas supieron cómo orientar sus esfuerzos e ingenio en la situación de escasez, ahora comienza a hacerse visible su dificultad en actuar con simétrica sabiduría en una situación de dominante abundancia (aunque no para todos).
La economía se muestra incapaz de ordenar nuestras prioridades. Si un navegante ve que su brújula apunta a un lado, y a cada momento cambia y apunta a otro, comprende que no funciona y no puede fiarse de ella. La economía ha mostrado un comportamiento similar en los últimos tiempos: infló los precios y luego los desinfló, para mostrarnos una desorientación que no permite realizar previsiones y tomar decisiones para el futuro.
Debido a la crisis, cae la demanda, y eso es visto como malo, pues la interpretación de la máxima productividad y consumo, implícita en el paradigma del crecimiento indefinido, exige un aumento obligatorio de la demanda. Pero se niega a ver el residuo gigantesco cuyo costo la economía desprecia. La ecología ha venido a luchar contra esa ceguera voluntaria, pero los actores económicos y los dirigentes políticos están atrapados entre la espada (la economía) y la pared (la imposibilidad de seguir negando el problema ambiental que genera). Las medidas para reactivar la economía pueden acallar los síntomas, como una droga calma al drogadicto, pero sólo aumentan la catástrofe que sobrevendrá cuando el organismo ya no pueda soportarla.
Se trata de mantener activas las fábricas que producen automóviles devoradores de energía, de alimentar el turismo con enormes jets regando los cielos con toneladas de dióxido de carbono (20 toneladas por cada hora de vuelo), de renovar millones de celulares, descartando todos los años los anteriores, con sus baterías altamente contaminantes (720 millones) o descartar envases plásticos a una frecuencia demencial (100 millones de toneladas anuales o 10 millones de envases cada 5 minutos, creciendo a un "saludable" 4% anual, según datos de la industria). La interrupción de esas actividades es un desastre económico y social. Su continua aceleración, un colosal desastre ambiental que, cambio climático mediante, pronto mostrará ser socialmente aun más catastrófico (especialmente para quienes viven en la pobreza y los ecosistemas más frágiles)
Si debajo de la crisis financiera está la crisis de la economía real, debajo de ésta subyace la crisis ambiental, la insustentabilidad a mediano y largo plazo de nuestro modelo productivo. Algo que la economía se obstina en negar: los costos ambientales que llama "externalidades" (¿externas a qué?).
La crisis puede ser, en todo caso, la bofetada en la cara de gobiernos y economistas para despertarlos de su sueño de soberbia. Es la crisis de nuestro medio ambiente. Es la revelación de la imposibilidad de continuar con el mismo modelo de consumo. No habrá futuro sin un nuevo sistema económico, uno que sea capaz de medir los costos ambientales de corto y largo plazo y ponerlos en relación con los beneficios sociales. Uno que sea capaz de medir los costos difusos de la producción y pueda objetivarlos de forma tal que las distintas naciones puedan elaborar los necesarios acuerdos y consensos sobre el uso de lo que es de todos: la atmósfera, el agua y los océanos. El costo de las emanaciones de dióxido de carbono debe ser medido y debe reflejarse en el costo económico de todas las decisiones, grandes y pequeñas, públicas y privadas.
Desde ese punto de vista, esta crisis no es un problema, sino la alerta de que los instrumentos de navegación que están guiando nuestras decisiones ya no sirven para un mundo globalizado y empequeñecido, no tanto por nuestro número, como por la escala de nuestro consumo. Lo que está en crisis es este sistema económico, instrumento que guía todas nuestras decisiones. La brújula no funciona, y los últimos acontecimientos lo han puesto de manifiesto, aún para quienes se niegan a comentarlo.
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