La melodía fiel de la conversación
La hermana mayor de un amigo de los primeros años de adolescencia era fanática de Queen. Ella seguía la carrera del grupo inglés con entusiasmo, compraba los casetes que se editaban, con un poco de retraso, en el país y traducía para nosotros las letras de las canciones, cuyo significado en mi mente guardaban otro significado oculto al que no se podía acceder. Pero ella no le daba una importancia especial a las letras, en parte porque todo aquello vinculado con Queen era en realidad significativo: no solo las letras sino también la vestimenta de los músicos, los peinados, el mostacho de Freddie Mercury, el arte de tapa de los discos y la historia de la composición de los diez u once temas de cada álbum. Si Brian May y Roger Taylor hubieran nacido en la Argentina, ella hubiera estado al tanto de sus comidas favoritas, del nombre de las mascotas e incluso de sus números de documento.
Como yo, Patricia compraba la revista Pelo y cualquier otra revista en la que Queen (o Mercury, micrófono en mano, al lado de May con gesto electrizado) apareciera en la tapa. Cuando pasaban dos semanas y estaba segura de que nadie en su casa había dejado de hojear la publicación, recortaba las fotos y las pegaba en un cuaderno en el que hacía anotaciones. Algunos de esos escritos se asemejaban a notas periodísticas que ella hubiera escrito sobre el grupo si hubiera seguido los pasos de una gira y mencionaban la fuente original (es decir, tal o cual número de Pelo), pero muchas eran descripciones detalladas de la imagen o una anécdota o un recuerdo personal asociado a la imagen. Las podíamos leer si jurábamos mantener el secreto.
Corría la segunda mitad de los años setenta y el rock no estaba muy bien visto en el barrio, ni siquiera por nuestros padres, que amaban la música y (créase o no) compraban un disco por quincena. Antes de que pudiéramos juntar el dinero para comprar el casete original en una disquería de Liniers, pasábamos las tardes con los grabadores listos para capturar una canción de la radio. Ella nos había explicado que los locutores de las emisoras habían sido entrenados por representantes de las compañías discográficas para hablar encima de los temas y arruinar con sus voces de laboratorio las grabaciones de personas como nosotros.
El pelo largo, la ropa ajustada y los movimientos provocativos estaban mal vistos. Escuchar música en la vereda, sobre todo si ya había oscurecido, era peligroso. Mi amigo y yo recién estábamos en el primer año de secundaria y manteníamos un aspecto infantil para los ojos detrás de los policías que patrullaban las calles, pero Patricia se quedaba dentro de la casa, en el cuarto donde había pegado pósteres, a solas con sus cuadernos de Queen. No estábamos seguros de cuál de los integrantes del grupo le gustaba más.
Cualquiera de nuestras preferencias musicales, comparadas con Queen, le parecía ridícula. Tal vez ella fue la primera fan que conocí en mi vida, y no me disgustaba. Aunque también yo leía revistas y columnas de periodistas de rock, no tenía mucho talento para rebatir sus argumentos y defender los míos. Escuchándola hablar de A Night at the Opera, la luz de la tarde perdía intensidad y el brillo empezaba a irradiar de las palabras que decíamos. Un día nos confesó que lagrimeaba siempre que escuchaba "You’re My Best Friend". Con su hermano le decíamos "Queen Patricia" e imitábamos las voces en falsete del cantante para pedirle que nos prestara casetes vírgenes, revistas o un poco de atención.
Mientras los días pasaban y sin que nos diéramos cuenta, con la banda de sonido de la época bien sintonizada, aquellas discusiones sobre mensajes cifrados en letras de canciones o acerca del arte de tapa de los álbumes de Queen (irrecuperable en el tamaño de los casetes), aquellos debates sobre fotos, notas de revistas e ídolos transitorios y perennes nos ayudaban a perfeccionar un gusto por la conversación que, como una melodía fiel, no nos abandonaría nunca.