La obsesión electoralista
En 1999 los argentinos concurrirán a las urnas para elegir al presidente que gobernará a la República hasta el año 2003. Es la sana rutina de la democracia.
En algunos períodos de la historia nacional el pueblo estuvo privado del derecho de elegir a sus autoridades y de gravitar en las grandes decisiones políticas. La República representativa se vio vulnerada, así, en sus principios esenciales. En 1983 -se cumplieron ya catorce años- se restableció la normalidad constitucional y hoy los gobernantes son designados, como corresponde, por el voto popular. La ciudadanía valoró la recuperación de sus derechos cívicos como una conquista de enorme significación histórica. Y sin duda lo fue.
Lo que no siempre se tiene en cuenta es que los procesos electorales tienen sus ritmos y sus plazos, que deben ser respetados. Una sociedad no puede vivir en permanente clima precomicial ni puede estar constantemente dirimiendo candidaturas. En esta temprana etapa de 1998, la sociedad argentina tiene la sensación -y no parece equivocarse- de que algunos de los hombres que ejercen funciones públicas están obsesionados de manera excluyente por las elecciones presidenciales de 1999 y de que muchas decisiones de gobierno son adoptadas en función de las disputas internas que esa confrontación comicial desencadena en cada partido y en cada fuerza.
En los momentos actuales, tres de los gobernantes con mayor responsabilidad institucional -el presidente Carlos Menem, el gobernador Eduardo Duhalde y el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Fernando de la Rúa- están siendo postulados como candidatos, por un camino o por otro, con fundamento constitucional o sin él, para la próxima renovación presidencial. Ese solo dato debería bastar para que la comunidad política advierta el peligro que implica plantear con exagerada anticipación -y con innecesario dramatismo- la competencia presidencialista.
Cuando se celebraron los comicios generales del 26 de octubre último, todas las fracciones del espectro político anunciaron públicamente que no iban a incurrir en el error de plantear de manera inmediata el tema de las candidaturas, pues el país tenía otras prioridades que debían ser atendidas. Lamentablemente, la promesa no se cumplió y en los partidos se ha desatado, prematuramente, una encrespada puja por las nominaciones para 1999.
En una república democrática es natural -y legítimo- que los hombres públicos aspiren a ocupar las más altas posiciones en la estructura del Estado. Las ambiciones políticas, si se expresan por los canales correspondientes y con arreglo a los principios propios de una sociedad pluralista, son respetables y no deben ser objetadas. Pero no es bueno que se viva en un perpetuo electoralismo. Y, sobre todo, no es bueno que se transmita la sensación de que los gobernantes privilegian, en sus decisiones, aquellos temas que pueden llegar a asignarles ventaja en las carreras hacia la postulación presidencial.
En el actual contexto de tensiones y competencias, muchos ciudadanos se preguntan si una parte sustancial del segmento político no está anteponiendo la lucha por las candidaturas a los múltiples y complejos temas de gobierno que esperan turno en en los despachos oficiales y en las comisiones de los cuerpos legislativos. Teniendo en cuenta que la renovación presidencial está todavía distante, sería conveniente que todos los sectores -los del oficialismo y los de la oposición- bajaran los decibeles de la competencia por las candidaturas y permitieran que los líderes postulados desde un campo u otro se concentren en sus actuales responsabilidades.
A esta altura del proceso institucional argentino, las elecciones generales no deberían ser vistas ya como una instancia épica o decisiva, en la que cada actor apuesta el todo por el todo, sino como parte de una rutina institucional sobrellevada con adultez y serenidad.
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