La ópera que no pudo ser
El 9 de este mes, el genial director argentino Daniel Barenboim volvió a ser portada de los diarios más importantes del mundo. Esta vez, por la fastuosa apertura de la temporada lírica de La Scala de Milán y su nueva producción del drama wagneriano Tristán e Isolda. Una de las fotos más difundidas que ilustraban la noticia fue la de un elegantísimo palco de honor colmado de personalidades políticas, entre ellas, el presidente de Italia y sus pares de Alemania, Grecia y Austria y el emir de Qatar. A esta ya poderosa imagen se le sumó la mención de una lista de 900 invitados, incluidos prominentes políticos, ministros y alcaldes de todo el planeta.
Ese domingo, el genial argentino volvió a ser portada de los diarios del mundo, pero en LA NACION la noticia debió aparecer con un amargo subtítulo: “La misma ópera de Wagner con la que hubiera abierto la temporada 2008 en el Teatro Colón”.
En la Argentina, la noticia fue leída como un reflejo de lo que pudo y debió haber sido en Buenos Aires, pero que no fue ni será. No habrá titulares dando la vuelta al globo con la crónica de un centenario fabuloso a la altura de lo que se merece la historia del Teatro Colón. No habrá figuras de la política internacional que aplaudan de pie la gran celebración de nuestra cultura ni habrá imágenes que reproduzcan un glorioso momento, tan único que sólo sucede cada cien años. Un mecanismo de impedimentos, y en ese engranaje los primeros y más eficientes responsables, los políticos, consiguió frustrar toda ilusión de festejo.
El 31 de agosto de 2004 se firmó en la capital alemana, por iniciativa y esfuerzo de la embajada argentina en ese país, un acuerdo de cooperación que selló los históricos lazos que unen a la Staatsoper de Berlín con el Teatro Colón de Buenos Aires. Los representantes de las casas líricas fueron, por el lado alemán, Daniel Barenboim y Peter Mussbach (director musical y artístico, respectivamente) y, por el lado argentino, Tito Capobianco (director general del Colón en aquella época). En nombre de las dos ciudades, las rúbricas fueron del intendente de Berlín, Klaus Wowereit, y del por entonces jefe de gobierno porteño, Aníbal Ibarra.
Al cabo de una muy cuidada ceremonia, Daniel Barenboim anunció que, entre los ambiciosos proyectos que se pondrían en marcha bajo ese paraguas, había uno especial y trascendente para él: la celebración del centenario del Colón, el 25 de mayo de 2008. Recordó inolvidables momentos de su infancia en relación con el gran coliseo argentino y se conmovió con la idea de ser él quien empuñara la batuta para dar vida y música a tan notable circunstancia, nada menos que con su magnífico Tristán e Isolda y con la Staatsoper y la Staatskapelle de Berlín como invitados de lujo en Buenos Aires.
¿Y qué sucedió desde la fecha de tan importante anuncio hasta el día de hoy? Todo y nada. Todo, porque todos los posibles enredos que bien conocemos los argentinos, de obstáculos e imprevisiones, tendieron sus voraces redes sobre cualquier interés de mantener el proyecto en pie (que, sobre todo por parte de Barenboim, siempre fue decididamente firme). Y nada, porque la idea naufragó. El monumental proyecto de Barenboim y la oportunidad única que ofrecía el centenario se malograron en un cúmulo de vacilaciones e impericias. Valga la burocrática excusa que sea, no hubo capacidad para sostener el compromiso.
¡Y vaya si no era fabuloso el proyecto del Tristán con Barenboim para el Colón! El estreno debió haber sido argentino: en un tesoro como el Colón, con una figura considerada el mayor genio musical de la actualidad y en una fecha predestinada a convertirnos en anfitriones del mundo.
Una apostilla anecdótica y personal que viene al caso: hace 15 días me escribió el director de la revista alemana Rondo (con más de 100.000 ejemplares, el magacín clásico de mayor tirada en el mundo germano), para consultarme por la programación de la reapertura y el centenario del Colón, pues había agendado para 2008 ese Tristán de Barenboim como un evento internacional y deseaba comenzar los preparativos de la cobertura.
Fin de la apostilla y comienzo de las conclusiones. Nuestros gobernantes han desperdiciado groseramente una oportunidad histórica, una mágica conjunción de posibilidades para recuperar ese espacio de prestigio que la Argentina perdió hace tiempo (ser parte de un circuito internacional de primera línea). Pero también se perdió una ocasión extraordinaria para promover una buena imagen de nuestro país, pues mientras una ciudad como Milán se publicita orgullosa con la fuerza de su cultura, la soberbia Reina del Plata, dueña de una joya como el Colón y cuna de un genio como Barenboim, se permite despilfarrar semejante capital con el papelón de anunciar y desanunciar penosas cancelaciones para su centenario. Es que nuestros representantes –muchos amateurs improvisados, sin preparación específica ni experiencia internacional– no están definitivamente a la altura de los bienes que deben administrar.
Una segunda conclusión: ese desdén hacia los bienes de la cultura no se explica mediante otra razón más que la ignorancia que predomina en nuestra decadente clase política.
Ese mayúsculo desinterés se tradujo, en los últimos meses, en un desfile de demorados y polémicos nombramientos y en una serie de desafortunadas decisiones en la cartera. Los recientes comicios y sus previas campañas electorales pusieron en evidencia no sólo que la agenda de temas que guía a los dirigentes no coincide con aquella que inquieta a la ciudadanía, sino que nada de fondo en materia cultural les importa de veras. De vez en cuando, algún acto demagógico y superficial, con fines electorales, que confirma la regla. Como simple dato ilustrativo, tómese el lector la molestia de revisar cuántas veces fue pronunciada la palabra “cultura” y qué importancia le mereció en los discursos de asunción de los nuevos gobernantes en la Nación, la provincia y la ciudad de Buenos Aires.
¿Qué político argentino ha frecuentado asiduamente las temporadas del Colón? ¿Cuántos de ellos están abonados o son por lo menos benefactores de la Fundación Teatro Colón, del Mozarteum Argentino o de Festivales Musicales, por nombrar las instituciones más destacadas? ¿Cuál ha sido el último concierto, ballet o producción lírica a la que asistieron? ¿Cuántos artistas conocen, cuántos nombres pueden mencionar de esos notables argentinos en el mundo –famosos cantantes de ópera, célebres directores de orquesta o solistas, que nos enorgullecen hasta las lágrimas? Las respuestas serán muy probablemente vergonzosas, pues parece haber pasado para la Argentina el tiempo en que los presidentes, ministros, gobernadores e intendentes eran a menudo intelectuales, pensadores, literatos, melómanos o mecenas con sólidas formaciones e intereses culturales serios que traducían en acciones de gobierno.
Buena parte de la extraordinaria herencia de nuestro país es el testimonio acabado de esa vocación de los políticos de antaño. Y por ejemplos en serio entiéndase un caso como el presidente Alvear y no el de alguno que otro patético ministro haciendo públicas sus pueriles aspiraciones de músico-poeta. Se responderá como justificación, frente a este artículo, que la cultura es amplia y excede el mundo de la ópera, del Colón, y que hay mucho más allá de Wagner, y coincidiré plenamente con el comentario. Habrá frustraciones y ejemplos tristes en todos los ámbitos de la cultura.
Tampoco valdría el argumento de que el político no frecuenta ni consume este sector de cultura porque tiene otras prioridades que atender, puesto que las mayores urgencias de la actual Argentina son los temas peor tratados por quienes manejan los destinos de nuestra sociedad. Y para una comparación al respecto, vuelvo a hacer foco en Europa. Viviendo en Alemania, la he visto en varias temporadas a la propia Angela Merkel –hoy canciller federal– asistiendo a los festivales wagnerianos en Bayreuth. Lo he visto al actual presidente Horst Köhler asistir al estreno de una producción de Katharina Wagner en la Deutsche Oper de Berlín. He visto al célebre ex ministro de relaciones exteriores Hans-Dietrich Genscher presidir los actos de la Fundación de Amigos de la Staatsoper (equivalente a nuestra Fundación Teatro Colón). He visto a la por entonces primera dama Christina Rau en un estreno de ballet o al famoso ex presidente Richard von Weizsäcker... y la lista continuaría, interminable, aun en ese nivel de rangos. Nadie me lo ha contado. Los he visto a todos y con frecuencia, no por una casualidad remota, sino porque para estos prominentes políticos, muy a diferencia de los nuestros, la cultura de primer nivel (entendida no desde un criterio elitista, sino desde la envergadura, excelencia y proyección internacional de valores considerados marcas de exportación) forma parte de sus agendas públicas y de sus cotidianas apetencias privadas.
Y para terminar con ese malogrado Tristán del Colón, cabe admitir, por si acaso fuese necesario, que por supuesto hay en nuestro país prioridades que superan amplísimamente la problemática de un teatro de ópera y su centenario, la próxima temporada lírica e incluso la cultura a secas. Pero también es verdad que una cosa no quita la otra y, mientras tanto, gracias a la desdeñosa inoperancia de nuestros políticos, seguimos dilapidando la herencia que nos dejaron generaciones de argentinos iluminados.
Los países que miramos con mayor respeto nos dan el ejemplo. Teníamos la acústica más fenomenal del mundo, teníamos el director más brillante de los últimos tiempos, teníamos la ocasión y la voluntad... pero la solución absurda fue la paradoja de un teatro cerrado y un público que lamenta lo que debió haber sido, pero que no fue ni será.
Tal vez quieran los políticos a los que hoy les toca actuar que, una vez perdida la oportunidad del centenario, no se desperdicie, en 2009, la posibilidad de una gloriosa reapertura, luego de los minuciosos trabajos de restauración y, en 2010, tampoco se malogre la extraodinaria chance del bicentenario y tengamos una celebración a la altura de lo que se merece la Argentina.