La orfandad procesal de las víctimas
Se lo juró. El asesino juró matar a Matías Bagnato, el único sobreviviente de la masacre de Flores, quien debió mendigar justicia para que no liberaran a su agresor: casi 190.000 firmas legitimaron su petición y el asesino -por el momento- continuará preso. ¿Por qué Matías, la víctima, debió juntar firmas para que la Cámara de Casación no le otorgara las salidas transitorias que acabarían con su vida? ¿Por qué no tuvo ni voz ni voto en un proceso en el que se jugaba su vida?
La respuesta la ofreció Platón en su República, puesta en boca del sofista Trasímaco: "La justicia es lo que le conviene al más fuerte". Aun cuando Trasímaco expresa la realidad atravesada por intereses de todo orden, y está muy distante de la creencia platónica en algo así como una justicia etérea y eterna, lo cierto es que, a lo largo del tiempo, los poderosos no hicieron nada para acortar la distancia entre ese polo ideal y la realidad. La historia del derecho penal no hizo sino darle la razón al sofista, cuando las potestades de los Estados, desde los más primitivos hasta los más poderosos, se atribuyeron el poder de establecer qué delitos debían ser calificados de acción pública. Y esas mismas potestades se arrogaron el papel de parte perjudicada en los actos que ellas mismas ya habían tipificado como delito. ¿Cuál fue el resultado? La administración de justicia fue juez y parte.
Con la Revolución Francesa se produce ese cambio significativo que fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que limitaba la capacidad punitiva del Estado hasta entonces absoluta. La pluma iluminista de Voltaire la había impulsado con dos aportes fundamentales: en 1762 decide defender la memoria de Calas, un comerciante protestante acusado de matar a su hijo porque éste deseaba convertirse al catolicismo. El comerciante había sido colgado después de un juicio sumario sin derecho a la defensa. Pero, en verdad, su hijo se había suicidado y Voltaire demuestra que el fanatismo religioso había dominado al tribunal. Esta histórica aberración judicial del Estado inspirará su reflexión sobre los derechos del imputado y en ese terreno nace su segundo gran aporte: en 1776 comenta la publicación de la obra maestra de Beccaria De los delitos y de las penas.
El siglo XVIII es una bisagra porque tanto el principio de inocencia como el de la proporcionalidad entre los delitos y las penas marcan un progreso en tiempos de la guillotina. Obviamente, en ese entonces el problema era limitar el poder punitivo del absolutismo sobre el individuo, esto es, la violencia del Estado contra el particular. Pero se desentendió de la violencia del particular contra el particular, reduccionismo que resultó literalmente letal.
Por razones ideológicas, la administración de justicia en la Argentina debilitó el ejercicio del poder de venganza mediante juicios abreviados, libertades condicionales, apelaciones sin fin. Valiéndose de chicanas procesales legitimadas por las propias autoridades, se dejó librado al individuo al desamparo: una vez delegado su poder de venganza en el Estado, el individuo se encuentra desprotegido, por cuanto las interdicciones civilizatorias le impiden la venganza personal. Pero una vez traicionado por el Estado, tampoco espera nada de éste. De allí a la "justicia por mano propia" media apenas un paso, según lo prueban las (pobrísimas) estadísticas oficiales de los últimos años.
Por cierto, lo que se juega perversamente en el desatendido delito ciudadano es la inoperancia de los tres poderes: aunque primariamente es responsabilidad del Poder Ejecutivo y de las fuerzas de seguridad avaladas por un Poder Legislativo idóneo, el Poder Judicial cumple también una función disuasiva, porque todas las señales que envía la Justicia a través de sus sentencias desalientan o alientan a la hora de delinquir.
Uno de los asesinos seriales más sanguinarios del país ejemplifica este absurdo legal. César Ghirardi pagó cuatro vidas violentadas con apenas siete años de cárcel, aberración sólo explicable por una construcción jurídica artificial que desvirtúa la finalidad del controvertido instituto de la unificación de penas. Y la vociferada presunción de inocencia ya raya en el ridículo: ni siquiera el video viralizado del motochorro de La Boca apuntando al ciclista canadiense tuvo la fuerza probatoria para obtener su encarcelación inmediata, aunque es una prueba pública de nuestra oculta injusta Justicia.
Acorde con las transformaciones histórico-sociales que impulsaron la ampliación de derechos, ya no es posible retornar a la dogmática penal clásica. Como tampoco lo es el sueño abolicionista de suplantar el derecho penal por una utópica justicia restaurativa reaccionaria que niega la retaliación de la condición humana. El ideal de una sociedad igualitaria que impulsa la igualdad de oportunidades no puede admitir esa disparidad procesal entre el victimario y la víctima, a quien ni siquiera se le garantiza formar parte del proceso a través de un querellante oficial, derecho con el que cuenta el imputado.
¿Acaso no es urgente repensar la asimetría que juega a favor del victimario? ¿Acaso al derecho penal no le espera, durante los próximos años, cuestionar sus propios principios? El discurso penal no llegó a simbolizar a la víctima y ésta no es nada desde el punto de vista del saber, no cuenta en un campo disciplinario que ha nacido para defender al ciudadano de los abusos de Estados totalitarios, en vías de extinción en las democracias contemporáneas. Pero ese discurso que elude a la víctima hoy retorna como un síntoma.
La construcción de un nuevo paradigma es un desafío teórico para el derecho y la filosofía, disciplinas que deben repensar los actores sociales de un drama que vulnera a los más vulnerables. Porque todavía hoy, lamentablemente, debemos darle la razón a Trasímaco: la justicia es lo que le conviene al más fuerte. En la Argentina de hoy, quien violó o arrancó la vida a quien ni siquiera tiene voz.
Doctora en Filosofía (UBA) y ensayista. Miembro de Usina de Justicia