La pampa, viva en nuestro imaginario
A lo largo de la historia argentina, el campo suscitó distintas interpretaciones, muchas veces enfrentadas entre sí
¿Qúé significa el campo para los argentinos? ¿Qué esperanzas y frustraciones ha despertado a lo largo de nuestra experiencia histórica? La relevancia de estos interrogantes remite al lugar central que el campo ocupa en la vida económica, pero también en nuestra vida pública. Tanto es así que, lejos de suscitar la añoranza del pasado o constituir un mero reservorio de cultura tradicional, la vasta llanura pampeana ha evocado -y continúa evocando- visiones cambiantes, y en ocasiones enfrentadas, sobre la naturaleza de nuestra sociedad, sobre sus potencialidades y su destino.
Pocas naciones han sido bendecidas con un recurso natural tan formidable como la pampa, una de las planicies más fértiles del mundo. Durante mucho tiempo, sin embargo, ese tesoro fue más recelado que celebrado.
Para la generación de Alberdi y Sarmiento, así como para sus antecesores, la llanura casi infinita fue ante todo un problema: era el reino de la ignorancia y el primitivismo productivo, el hogar natural del caudillismo y la barbarie política. El mal argentino es la extensión, decía Sarmiento en el Facundo. Gobernar es poblar, insistía Alberdi en las Bases. Para la elite dirigente liberal ocupar y poner en producción ese territorio hostil era parte central del programa del progreso.
Este proyecto comenzó a rendir frutos hacia los años 80 del siglo XIX; para el Centenario, sus éxitos habían superado holgadamente las previsiones más optimistas de los hombres de la organización nacional y gozaba de un consenso que se extendía desde el socialismo hasta el conservadurismo. El principal impulso para el cambio provino de afuera. Durante la primera globalización, las economías del Atlántico Norte volcaron capital, tecnología, ideas e inmigrantes en grandes cantidades sobre las periferias, y se volvieron más receptivas para las exportaciones de estas regiones. Hasta la Gran Guerra, al calor de la sostenida expansión de su sector agroexportador, la Argentina disfrutó del ciclo de crecimiento más importante de toda su historia. Un campo renovado hasta sus cimientos surgió en esos años: sus emblemas fueron la moderna estancia ganadera, la agricultura familiar, la forja de una sociedad de laboriosos inmigrantes. La pujanza del campo pasó a simbolizar la fuerza creadora que daba vida a una nueva nación.
El entusiasmo que suscitaba el patrón de desarrollo exportador se marchitó en la década de 1930. Es cierto que el ciclo de conflictos rurales iniciado en 1912 con el Grito de Alcorta, que enfrentó a terratenientes y agricultores arrendatarios, ya venía advirtiendo que no todo era virtud y armonía en el campo.
Recién tras la Gran Depresión, sin embargo, la Argentina se vio obligada a imaginar cómo adaptarse a una economía mundial que, golpeada por la recesión y el proteccionismo, había dejado de favorecer su avance no solo económico sino también social.
Los años de la Segunda Guerra Mundial cerraron el ciclo del país agroexportador. Pocos lamentaron su muerte, sobre todo desde que Perón propuso un nuevo horizonte para desplegar las aspiraciones de bienestar de las mayorías: el de una nación animada por el sueño del desarrollo industrial y la justicia social. Y aunque ese nuevo norte se abrió camino en medio de un hondo conflicto político y social, pronto se volvió hegemónico. El campo fue su víctima. Durante la etapa dominada por la industrialización por sustitución de importaciones, el campo nunca perdió su condición de único sector internacionalmente competitivo y con capacidad exportadora. Con excepción de los directamente afectados por el giro industrialista, sin embargo, evocaba una etapa perimida: de Frondizi a Illia y de Onganía al segundo Perón, todos pensaron que el futuro le pertenecía a la nación industrial, que debía erigirse sobre las ruinas y con los recursos aportados por el campo.
En la década de 1970, este rumbo comenzó a ofrecer rendimientos decrecientes, y desde entonces se abrió un debate, que nos acompaña hasta nuestros días, sobre qué perfil productivo es capaz de recrear la dinámica de crecimiento e incrementar el bienestar. Frustrado por una larga sucesión de desilusiones, una parte del país ha vuelto a imaginar al campo ya no solo como un simple proveedor de divisas sino como un agente de desarrollo por derecho propio.
La idea de que una nueva apuesta por el campo puede ayudar a revertir nuestra larga declinación se apoya en las grandes transformaciones productivas de las últimas tres décadas (cuyos emblemas son la soja y la siembra directa), que han erigido a la agricultura de exportación y a sus anexos industriales en el sector más moderno y dinámico de nuestra economía (además del más nacional). La economía global, dominada por el ascenso de economías demandantes de alimentos, empuja en el mismo sentido e invita a los voceros del campo a reclamar una segunda oportunidad.
El ideal de un país que vuelve a vibrar al ritmo de sus sectores exportadores tradicionales es, sin embargo, polémico, y no solo porque la Argentina de hoy es más compleja y menos dada a la esperanza que la de un siglo atrás. Para amplios segmentos de la opinión, así como para la vasta red de intereses forjados al calor de la industrialización por sustitución de importaciones, la imagen negativa del sector rural consagrada en tiempos de Perón se mantiene vigente. Desde este punto de vista, el modelo de desarrollo erigido en torno a la industria volcada sobre el mercado interno no ha agotado su ciclo histórico y es preciso persistir en este rumbo, al que conciben como el único capaz de restañar las profundas heridas sociales acumuladas a lo largo de más de un tercio de siglo de crisis y fracasos.
El conflicto del campo de 2008, con sus movilizaciones en favor y en contra de la causa ruralista, mostró cuan intenso puede ser el debate sobre las promesas y potencialidades de la producción agroexportable como agente de desarrollo. Una década más tarde, los ecos de esa disputa que colocó al campo en el centro de la atención pública de una nación dividida contra sí misma no se han apagado. En medio de la tormenta, es difícil saber si nos hallamos ante un ocaso o una aurora. El paso del tiempo develará si la imagen del campo que finalmente termina primando en las décadas venideras se asemeja más a la evocada en las celebraciones del Centenario o a la forjada en el sombrío período que va de la Gran Depresión a la Segunda Guerra Mundial.
El autor es doctor en Historia por la Universidad de Oxford, y autor de ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? (Siglo XXI, 2018)
Roy Hora