¿La pandemia nos hará mejores?
No seremos los mismos después de la pandemia. Esta suposición se ha convertido en un lugar común. Pero ¿seremos mejores? ¿Saldremos fortalecidos para lidiar con la adversidad y la incertidumbre? Por supuesto, no tenemos todavía las respuestas. Quizá sea demasiado pronto, incluso, para formularnos las preguntas. En medio del río, solo se piensa en llegar a la orilla. Después veremos cómo sigue la vida. Sin embargo, debemos estar atentos a los riesgos y las oportunidades que ofrece semejante cataclismo.
Podremos convertirnos en una sociedad más resiliente, más consciente de su vulnerabilidad, de sus fortalezas y sus debilidades; más creativa y más flexible; incluso más austera y replegada sobre lo esencial. Podremos hacernos más solidarios y más sensibles ante el mundo que nos rodea, como han sido algunas sociedades de posguerra. Pero existe también el riesgo de convertirnos en una sociedad con miedo, más proclive al autoritarismo y al pensamiento único, más egoístas y aferrados al sálvese quien pueda y más entregados a un Estado vigilante que controle hasta nuestros movimientos cotidianos, califique (o descalifique) nuestros hábitos y costumbres y nos arrebate la privacidad. Conviene empezar a pensar estas alternativas, porque en alguna medida, una u otra cosa dependerá de las actitudes que tengamos hoy, en el medio del río, y de cómo hagamos, en definitiva, para llegar hasta la orilla.
Una sociedad con miedo puede convertirse en una sociedad que resigna libertad en aras de una supuesta seguridad; puede convertirse, también, en una sociedad que mira al otro con ojos de sospecha. Una sociedad con miedo puede reprimir sus energías creadoras, su rebeldía, su espíritu crítico, para refugiarse en la aspiración de una mera supervivencia. Y puede entregarse con mayor mansedumbre al control de un Estado omnipresente, a la actitud policíaca, y también a la tentación de liberar al enano fascista que quizá todos llevemos adentro. En estos días hemos visto que se convierte a un simple irresponsable en "el gran culpable" (o el "gran idiota") nacional, como ha ocurrido con el surfer de Ostende, o que, con simplismo y sinrazón, se descalifica por chetos a los que estaban en Manhattan o en la India cuando el mundo cambió de golpe. También hemos visto insultar desde algunos balcones a una madre que camina con su hijo por la calle, sin saber por qué lo hace ni averiguar los motivos. Nos gusta ser jueces y fiscales, y como está en juego la salud, creemos que hasta la crueldad se justifica para mandar a cualquiera al paredón. Desde el poder institucional (y también desde algunos medios) se han revoleado adjetivos con inquietante ligereza: idiotas, miserables, tontos, egoístas y hasta pelot? Que los hay, los hay; los hubo y los habrá siempre (en todos los niveles y estamentos). Señalarlos con dedo acusador desde la cima del poder puede ser, sin embargo, desproporcionado y peligroso. En algunos casos, también puede ser injusto. La absoluta restricción de nuestra libertad no es tolerada por todos de la misma manera, ni en las mismas condiciones psicológicas y materiales, ni con el mismo bagaje de experiencia ni con las mismas capacidades de comprensión y autocontrol.
En este contexto surgen otros interrogantes. ¿Es oportuno plantear una pelea pública y destemplada con la empresa más grande del país? ¿Es razonable torear a los empresarios, en lugar de comprenderlos y ayudarlos? ¿Es solidario calificar de chetos a los que están varados y sufren lejos de sus hogares? Entre los propios ciudadanos quizá deberíamos también formularnos preguntas: ¿es el momento de hacer sonar cacerolas de indignación e impaciencia?
Si estas actitudes llegaran a prevalecer ahora, mientras estamos en la mitad de un río amenazante y turbulento, no sería difícil imaginar que cuando lleguemos a la orilla, no seremos precisamente mejores. No será unos contra otros que saldremos mejor parados de un descalabro semejante.
Tenemos la oportunidad de ser más humildes, de admitir que se nos evaporan las certezas y las respuestas frente a un mundo que se asoma a una impensada y complejísima encrucijada. La pandemia puede, también, convertirnos en una sociedad más humana, más responsable y menos prepotente, más consciente de sus riesgos y de las consecuencias de sus actos.
También hemos visto, en el poder y en el llano, señales alentadoras. Ha habido gestos de cooperación entre el Gobierno y la oposición, tonos mesurados, trabajo previsor. Hay un conmovedor compromiso del personal sanitario, de los proveedores de servicios básicos y de las fuerzas de seguridad. Las escuelas se han animado a innovar sobre la marcha. Ha aflorado en barriadas urbanas un mayor espíritu de comunidad. Si estos fueran los rasgos sobresalientes, en la orilla nos espera algo mejor.
Lo importante es comprender que, en una medida o en otra, en una condición u otra, todos somos víctimas de una pandemia que ha desarticulado nuestro modo de vida. Por eso resultan chocantes la incomprensión y el atropello contra algunos sectores e individuos, aun contra aquellos que puedan equivocarse. La emergencia en la que estamos atrapados exige responsabilidad y sacrificio. También exige moderación y calma. Quizá debamos empezar por practicar, junto al distanciamiento social, el acercamiento solidario. Eso nos ayudará a comprender al otro, aun en sus limitaciones, su desasosiego y sus angustias.
¿Qué echará raíces más fuertes? ¿El miedo o la conciencia? Esa es, quizá, la cuestión fundamental. Si nos guiamos por la paranoia y la psicosis, saldremos más débiles. Estaremos más expuestos frente a otras epidemias, como las que provocan -por ejemplo- los virus de la intolerancia y el autoritarismo.
Tendremos que volver a empezar después de haber atravesado un territorio desconocido. Para muchos, implicará un desafío de reconstrucción, como después de un huracán o un tsunami. Para otros, el dolor y la desolación de la muerte cercana. Para todos, el duelo por la pérdida de un mundo conocido, de la vida tal como era. Ahora sabemos que somos más frágiles y vulnerables de lo que suponíamos. Desde ahí tenemos que volver a empezar. Y dependerá de nosotros, como individuos y como sociedad, qué hacemos con esto. ß
aflorado en barriadas urbanas un mayor espíritu de comunidad. Si estos fueran los rasgos sobresalientes, en la orilla nos espera algo mejor.
Lo importante es comprender que, en una medida o en otra, en una condición u otra, todos somos víctimas de una pandemia que ha desarticulado nuestro modo de vida. Por eso resultan chocantes la incomprensión y el atropello contra algunos sectores e individuos, aun contra aquellos que puedan equivocarse. La emergencia en la que estamos atrapados exige responsabilidad y sacrificio. También exige moderación y calma. Quizá debamos empezar por practicar, junto al distanciamiento social, el acercamiento solidario. Eso nos ayudará a comprender al otro, aun en sus limitaciones, su desasosiego y sus angustias.
¿Qué echará raíces más fuertes? ¿El miedo o la conciencia? Esa es, quizá, la cuestión fundamental. Si nos guiamos por la paranoia y la psicosis, saldremos más débiles. Estaremos más expuestos frente a otras epidemias, como las que provocan -por ejemplo- los virus de la intolerancia y el autoritarismo.
Tendremos que volver a empezar después de haber atravesado un territorio desconocido. Para muchos, implicará un desafío de reconstrucción, como después de un huracán o un tsunami. Para otros, el dolor y la desolación de la muerte cercana. Para todos, el duelo por la pérdida de un mundo conocido, de la vida tal como era. Ahora sabemos que somos más frágiles y vulnerables de lo que suponíamos. Desde ahí tenemos que volver a empezar. Y dependerá de nosotros, como individuos y como sociedad, qué hacemos con esto.