La película de todas las noches
No hay mayor expresión de vida que una mujer con un bebé en brazos. Con esa imagen volvió ella; nada fuera de lo común: era neonatóloga. En su largo derrotero recibió en la sala de partos a centenares de hijos, además de los propios. Ahora, en el sueño, no solo estaba viva y en acción sino que la emoción que generaba toda la escena era como una pintura realista que de pronto se animaba para devolverla hasta hoy. Un rayo de sol entraba por la ventana y le hacía brillar un destello violáceo a la altura del flequillo, entonces me sorprendía: “¿Te pintaste un mechón?”. Ella carcajeaba hasta con la última muela a la vez que ironizaba, que no, que sería un efecto de la capelu: “Ya no sé más qué hacer con el pelo”. Después, dejaba al bebé sobre una cuna transparente y lo tapaba con una manta de hilo tejida a mano (del mismo lila y con el mismo punto que aquel otro saquito que le hizo a mi hija, su sobrina, cuando apenas había aprendido a caminar) y me decía que la guardara para el próximo. “No será mío”, le avisaba, como si hiciera falta, y ella bromeaba conmovida con que tal vez pronto se convertiría en una regia abuela fantasma.
Míercoles, 7.45 AM. Anoté todo esto rapidísimo porque suelo ser buena alumna –no sé si tan buena, aplicada sí- y, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones para escribir un sueñario que describe El oráculo de la noche (Debate), di el primer paso para aprender a recordar. Al menos así lo cree Sidarta Ribeiro, el neurocientífico brasileño que recientemente publicó este estudio histórico, antropológico, biológico, psicoanalítico y literario de más de 500 páginas sobre uno de los grandes enigmas de la humanidad: asegura que si describimos los sueños al despertar se enriquece enormemente la vida onírica. Para eso, fuera del diván –al que va y del que viene todo el tiempo–, el especialista receta un poco de autosugestión y la disciplina de mantenerse inmóvil en la cama al despertar, para que se abra la prolífica caja de Pandora. “Puede consistir en repetir, un minuto antes de acostarse: ‘Soñaré, lo recordaré y lo contaré’”, propone. Y luego avisa: “Si el primer día este ejercicio reporta unas pocas frases inconexas, después de una semana es frecuente llenar páginas enteras. La verdad es que soñamos durante casi toda la noche, e incluso en la vigilia, aunque a eso lo llamemos ‘imaginación’”.
Reflotar la vieja idea de llevar un diario de sueños podría ser un fracaso también esta vez. Pero por qué no intentarlo a la par de la lectura: como a casi todos los mortales el tema de conocer, entender y explicarse qué es lo que ocurre en nuestra mente o en el sótano de la conciencia me resulta deslumbrante. Para algunos, el atractivo puede proceder de lo ancestral, del “oráculo” al que alude el título, de los dioses. No pasamos a la página 19 sin que se nos recuerde el asidero de un gran temor: que Hipnos, el dios griego del sueño, es hermano gemelo de Tánatos, el dios de la muerte, y ambos hijos de Nix, la Noche. Para otros, tal vez el encanto esté alrededor de Freud, los restos diurnos, la represión y cantidad de conceptos que pareciéramos dominar con fluidez en la conversación cotidiana, pero con los que no es sencillo lidiar. O la fascinación que produce la maquinaria cerebral, las ondas lentas versus el movimiento REM, y el material del que están hechos los sueños, por comenzar a hablar de la vertiente científica. Personalmente, desde chica me sedujo ese mágico poliedro de significados que encierra la palabra sueño, que quiere decir incluso cosas que experimentamos despiertos. Es el plan futuro (“el sueño de mi vida”); el deseo, gran sinónimo; las ganas de dormir; la actividad onírica; aquello que carece de fundamento. El abordaje del libro es justamente general, reparte un capítulo para el interés de cada posible lector (si no todos), y concilia pasado y futuro, tanto que titula a un apartado Genes y memes.
“Es más mío lo que sueño que lo que toco”, canta Drexler del otro lado del río y Ribeiro lo tararea también desde Brasil. Un lindo epígrafe para el nuevo diario.