La religión, la guerra y la paz
El terrorismo contribuye a reforzar en Israel el predominio de las estrategias militares sobre las diplomáticas
DE Afganistán a Medio Oriente, el estallido de la guerra y el terrorismo llega hasta nosotros envuelto en una tenebrosa justificación religiosa. Merced a una primera lectura de estos hechos, podríamos sugerir que esa resurrección del fanatismo es un dato más que se añade al encadenamiento histórico de las guerras de religión.
Pero si profundizamos el análisis sobre unos acontecimientos que, precisamente en estas horas, han disparado con sangrienta fruición israelíes y palestinos, podríamos tal vez comprobar de qué manera la religión actúa como derivación de una implacable lucha por el poder. En estos momentos, mientras no hay cuartel entre el ejército israelí y el terrorismo palestino, el mundo contempla, cada vez con menos esperanza, el virtual desmantelamiento de un puñado de instituciones capaces de asegurar una razonable coexistencia entre árabes y judíos.
Este es el resultado de un choque frontal entre dos extremos. Por un lado, la autoridad palestina que no puede controlar a grupos terroristas dispuestos a imponer su lógica de exterminio; por otro, la visión imperial del Estado de Israel frente a los palestinos que encarna Ariel Sharon. Frente a la Autoridad palestina y su presidente Arafat, que permanece confinado en la ciudad de Ramallah, las acciones terroristas han demolido un esquema de control institucional que el propio Arafat no ha podido implementar con eficacia. ¿Inutilidad o doble juego? Lo cierto es que el terrorismo ha montado un mecanismo de doble destrucción, hacia dentro y hacia fuera, que contribuye a reforzar en Israel el predominio de las estrategias militares sobre las estrategias diplomáticas.
En aquella tierra asolada deberían repicar campanas de duelo por la derrota de los moderados. La pregunta de los moderados es bien simple: ¿qué otro camino cabe, más allá del aniquilamiento mutuo, que la refundación de un vínculo entre israelíes y palestinos basado en el reconocimiento del pluralismo y en el imperativo de la responsabilidad? Si este camino quedase bloqueado definitivamente, el estado de guerra permanente terminaría imponiendo el diktat de la muerte. Este último ha forjado, lamentablemente, una sólida tradición. Solemos no percatarnos -tan acostumbrados estamos a ella- de la densidad de esa intrahistoria guerrera que ha sentado sus reales sobre esa tierra paradójicamente llamada santa.
Cuando concluía la década del setenta no faltaban analogías que ilustraban el conflicto de Medio Oriente mediante una esquemática comparación con "la guerra de los treinta años". Hoy esa cronología ya supera el medio siglo. No quisiera que, a medida que se siguen depositando sobre ese suelo nuevas capas geológicas de atentados y represalias, terminemos estirando los plazos del infortunio hasta aproximarnos a los límites de una guerra de "los cien años".
Lo que hace todavía más significativa esta trama es el papel que le ha tocado representar a la mediación internacional. Es un proceso de ida y vuelta, de avances y retrocesos, que no parece encontrar un punto de equilibrio a partir del cual comenzar a construir entendimientos duraderos. Según la perspectiva que nos propone una visión de largo plazo, estas dificultades crecientes revelan, en este escenario particular, la fragilidad de las instituciones internacionales consagradas a la resolución pacífica de los conflictos.
El espesor de la guerra es difícil de penetrar, sobre todo cuando el ánimo belicoso se desdobla al mismo tiempo en una guerra clásica comandada por el ejército israelí y en una guerra terrorista conducida por varias organizaciones palestinas. La macroviolencia de los Estados se confunde de este modo con la microviolencia de los terroristas. Así se abre este siglo XXI.
¿Puede la religión aportar alguna virtud de mediación en esta encrucijada, para muchos espectadores fatal? De acuerdo con los postulados de una sociología histórica (atenta a la experiencia del pasado y a las configuraciones presentes de la acción social), la religión puede perfeccionar la moderación razonable de los usos pacíficos o enardecer las pasiones sectarias que buscan aniquilar al enemigo. En esta semana, doce de las religiones más importantes del mundo volvieron a reunirse en Asís, la bella ciudad de San Francisco que descansa bajo colinas de pinos y encinas, para rezar una vez más por la paz.
Juan Pablo II condenó en ese acto a los que invocan la guerra "en el sagrado nombre de Dios" y recordó que "la marginación y el sometimiento son a menudo las raíces de la violencia y el terror". Mohamed Said Tatawi, una de las figuras más importantes del mundo musulmán, reafirmó que "el islam está en contra de la agresión y a favor de la justicia", y el secretario del Congreso Judío Mundial, el rabino Israel Singer, deploró que la religión haya causado tantas "guerras espantosas".
En el nivel de las más altas autoridades, tres religiones monoteístas convergen en el reclamo de la paz, como si una lenta purificación hubiese por fin extirpado los demonios de la intolerancia. Ninguna persona de buena voluntad podrá negar que estos encuentros de Asís conforman una oportunidad excelente para redefinir el horizonte normativo de la paz religiosa: un esfuerzo conjunto para dar cauce a uno de los contenidos posibles de un nuevo derecho de gentes, hoy sin duda ausente, entre los pueblos y las naciones.
Aun así, los interrogantes de la intolerancia y del fanatismo persisten en gran parte del planeta y se difunden con renovado brío. ¿Podrán las religiones conjurar algún día el impulso totalitario de las pasiones integralistas? Es una pregunta que planea sobre profundas raíces seculares de odio y distanciamiento.
Jamás, en la larga historia de las religiones, las autoridades que las representan fueron capaces de levantar estos ámbitos plurales de encuentro, recogimiento y fraternidad. Por el contrario, en muchas circunstancias de aquel extenso y polémico debate (tantas, que es prácticamente imposible enumerarlas) es dable contemplar cómo en un instante la furia del fanatismo religioso puso al rojo vivo los resortes instintivos del resentimiento y la venganza. Esto no es cosa del pasado, pues esos arrebatos se repiten todavía en nuestra época. La naturaleza humana no cambia fácilmente. Estas consideraciones acaso tengan algún significado en relación con la tragedia del Medio Oriente, donde los ejecutores de la muerte, en uno y otro bando, siguen rezando al mismo Dios.