La resignación de Máximo Kirchner en el país posdefault
Si algo faltaba para desnudar la profunda crisis que vive el kirchnerismo, hundido en su propia marea de corrupción por el particular destape de los negociados asociados al capitalismo de amigos de la última década, era el inesperado mensaje que transmitió Máximo Kirchner en la mañana del miércoles pasado, en plena sesión de la Cámara de Diputados, pocas horas antes de la contundente votación en favor del acuerdo con los holdouts. "Tenemos que aprender a no enojarnos. A mí no me molesta escuchar. Esa humildad que nos han reclamado a nosotros la han olvidado. No repitan nuestros errores. No fuimos perfectos", expresó el hijo de Néstor y Cristina Kirchner. Elogió la figura de Raúl Alfonsín y sostuvo que su sector podía negociar mejor junto a muchos integrantes de las bancadas del justicialismo no kirchnerista y hasta del Frente Renovador de Sergio Massa. Dijo todo eso con un llamativo tono conciliador que a algunos de sus compañeros más ideologizados les sonó como una traición, y a quienes no comulgan con el kirchnerismo como un acto de hipocresía en el referente de quien, como presidenta de la Nación, jamás escuchó a la oposición ni efectuó autocrítica alguna. Pareció una incoherencia frente a los discursos pronunciados por otros legisladores del Frente para la Victoria, mucho más identificados con el eje de la resistencia y con un léxico cercano a las típicas agrupaciones de izquierda.
La actitud de Máximo encuentra varias explicaciones. Su discurso tan moderado fue, en primer lugar, un mecanismo de defensa que lo ayudó a salir ileso de un recinto donde los diputados del oficialismo lo aguardaban con los colmillos afilados, en momentos en que los escándalos de la familia Kirchner y de sus presuntos testaferros calentaban el rating de los medios masivos de comunicación.
En segundo término, el discurso de Máximo pareció marcar un intento de cambio en la estrategia de una fuerza política que, junto a un relato agotado, exhibe cada vez mayores signos de aislamiento, y cuya líder atraviesa la peor enfermedad política desde su autoexilio en El Calafate: casi ninguno de los gobernadores peronistas reconoce hoy su liderazgo, al tiempo que comienza a verse acorralada por jueces que ya no le temen y por una opinión pública que quiere ver sangre.
Tardíamente, por cierto, y probablemente atemorizado por las derivaciones que en la Justicia podrían tener los escandalosos negocios de Lázaro Báez o de Cristóbal López, Máximo Kirchner advirtió ahora que el kirchnerismo debería tender puentes con otros sectores y que el discurso de la feroz resistencia contra un gobierno elegido por el pueblo tal vez sólo les sirva para sellar su progresivo divorcio con la sociedad.
La resignación de Máximo fue apenas un detalle en el resonante éxito del gobierno de Mauricio Macri con la media sanción del paquete de leyes para salir del default. Fue la primera votación en la Cámara de Diputados de la era Macri y sirvió para demostrar que el oficialismo puede pasar difíciles exámenes pese a estar en minoría. Puso de manifiesto también que impera una nueva dinámica, sustentada en el diálogo y la búsqueda de consensos, absolutamente diferente de la lógica que impuso la gestión kirchnerista. Lo prueba el hecho de más de la mitad de los 19 artículos del proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso sufrieron modificaciones por sugerencias de sectores de la oposición. Algo de lo que no se tiene memoria en los últimos años.
Pero las negociaciones que terminaron con la aprobación del acuerdo con los holdouts en Diputados, que el 30 del actual podría sancionarse en el Senado, puso en evidencia que ningún trámite parlamentario le resultará gratuito al partido gobernante. Hay que entender que los gobernadores de provincias peronistas no son aliados naturales de Macri, aunque necesitan gobernar, pagar salarios y atender las complejidades de sus distritos, para lo cual no pueden prescindir del apoyo financiero del Estado nacional. Del mismo modo, el apoyo de Massa al gobierno de Macri siempre será circunstancial y condicionado a su estrategia personal, vinculada con su aspiración de imponerse en la provincia de Buenos Aires en 2017 y de llegar a la Casa Rosada en 2019.
Nada de esto inquieta demasiado al Presidente en estas horas. La mayor preocupación de Macri pasa por los próximos cuatro o cinco meses, período que, según sus cálculos, habrá que esperar para que se produzca la lluvia de dólares e inversiones que deberían llegar como la consecuencia lógica de convertir a la Argentina en un país normal y alejado del default. En ese lapso, habrá que soportar tasas elevadas de inflación, enfrentar posibles despidos y conflictos gremiales, además de los efectos de la crisis brasileña. Hoy los macristas podrían repetir una vieja frase de Álvaro Alsogaray: hay que pasar el invierno.
Uno de los argumentos con que el Gobierno justificó la necesidad del acuerdo con los llamados fondos buitre fue que la Argentina reingresaría al mercado financiero internacional y podría obtener créditos a tasas razonables que permitirían suavizar el ajuste en el corto plazo. El inconveniente del que advierten no pocos economistas más o menos ortodoxos es que el nuevo endeudamiento podría financiar el déficit, al costo de incrementarlo en el futuro, aumentando los intereses a pagar y, consecuentemente, también el ajuste por no hacerlo hoy.
El Gobierno defiende el gradualismo por la necesidad de conciliar tanto la economía con la política como el ajuste con el menor costo social posible.
Es cierto que el gradualismo es supuestamente menos doloroso que cualquier estrategia de shock. Sin embargo, los economistas más partidarios de la disciplina fiscal y un más rápido saneamiento de las cuentas públicas aportan otro enfoque: "Si tenemos que amputarnos un dedo del pie por una gangrena, ¿sería viable que el cirujano nos lo corte gradualmente, esto es, de a poquito? Seguramente no, porque la gangrena seguiría propagándose y, en pocas semanas, en lugar de un dedo, podrían tener que amputarnos el pie entero", ejemplificó uno de ellos.
Hay, con todo, tranquilidad en el Gobierno. Al cabo de sus primeros cien días en Balcarce 50, la gestión de Macri ostenta un amplísimo respaldo que, según Poliarquía, alcanza el 69%. Y no es muy difícil negociar apoyos políticos con ese porcentaje. Existe plena conciencia también de que el kirchnerismo ha venido haciendo su parte en estos meses para que la luna de miel entre la sociedad y Macri continúe latente.
Claro que, junto con el hundimiento del kirchnerismo, el macrismo podría perder a su mejor aliado involuntario. Con el eclipse de Cristina Kirchner, crece un sentimiento social según el cual la impunidad con la que, durante tantos años, se usó obscenamente al Estado como conducto para los más espurios negocios podría estar llegando a su fin.
En momentos en que la Justicia recibía denuncias contra el ex titular de la AFIP Ricardo Echegaray –cuya continuidad al frente de la Auditoría General de la Nación podría durar poco– y el empresario Cristóbal López, por la evasión de unos 8000 millones de pesos del impuesto a la transferencia de combustibles que la petrolera Oil cobraba por cuenta y orden del Estado nacional, pero utilizaba para que el Grupo Indalo comprara medios de comunicación, el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, en oportunidad de inaugurar el año judicial, convocó a los jueces a "terminar con la impunidad". Toda una señal de los nuevos tiempos.