La secundaria pública en la que estudió el Papa
Un adolescente Jorge Bergoglio obtuvo alguna vez su diploma de técnico químico en el Industrial N° 27 del barrio porteño de Versailles. Los argentinos de entonces lucían orgullosos la excelencia de su educación pública. Perduraba la potencia pedagógica del modelo sarmientino del siglo XIX, que había establecido la obligatoriedad y la universalidad de la educación elemental primaria. En cambio, el nivel secundario de formación educativa que cursó quien sería el futuro papa Francisco no estaba universalizado. No había sido concebido para que lo cursaran todos, y además las exigencias de aprobación de cada materia seleccionaban a los que efectivamente lo culminarían.
A veces la legislación concede y otorga derechos por sí misma; otras veces las leyes son programáticas: enuncian derechos y un rumbo para alcanzarlos. Así sucede con un conjunto de derechos de carácter social consagrados en la propia Constitución Nacional. La obligatoriedad de la enseñanza media promovida por la ley nacional sancionada en 2006 no pertenece a ninguna de las dos clases de normas mencionadas, sino a una tercera categoría, muy típica de nuestra afición a los simulacros de derechos: las normas para el relato.
Al universalizar el colegio secundario sin crear simultáneamente una nueva escuela media apta para semejante epopeya social le hemos exigido al viejo dispositivo escolar -organizado como espejo de una cultura y una forma de pensar al alumno que fomenta la selección y la formación de elites- que, sin cambiar su antiguo formato, incluya absolutamente a todos.
El resultado de la "norma-relato" ha sido la profundización de la brecha educativa y la paulatina extensión del modelo bipolar de escuela: una para pobres, de gestión estatal, con mayor ausentismo docente y días sin clases, y otra escuela de gestión privada -de diversas calidades- para los que pueden pagarla. Y como al puñado de colegios públicos que brindan una educación de calidad aceptable hace tiempo que no concurren chicos provenientes de hogares de menores ingresos, podemos concluir que el sistema educativo en su conjunto está operando en favor de una estratificación social con movilidad sólo descendente.
Si bien la calidad educativa no depende exclusivamente, ni mucho menos, de la cantidad de horas y días de clase, el deterioro de la enseñanza media se acelera actualmente porque el imperativo de la obligatoriedad presiona a los docentes para contener a los alumnos en el aula aun a costa de degradar las exigencias y los estándares de aprobación. Un contrasentido en un viejo formato de colegio diseñado para seleccionar.
Desde ya que es valorable contener a los chicos en la escuela, pero no habrá horizonte de inclusión personal para ningún joven si lo obligamos a asistir a un colegio secundario a sabiendas de que más allá de su rendimiento finalmente será aprobado. En contraste con nuestra incapacidad o pereza para avanzar hacia el derecho a una educación equitativa, Brasil produjo cambios de fondo en la organización de su escuela pública con una matriz de dos variables: inclusión y calidad.
La norma-relato argentina no ha puesto en vigor un programa de derechos a concretarse en el tiempo. Entre escolarizar a todos en un marco de excelencia educativa y lucir una mera estadística de diplomas entregados hay una distancia infinita, como la hay entre el relato enunciativo y la consagración de una educación secundaria universal y a la vez equitativa. A tono con estos días de júbilo y parafraseando al nuevo pontífice, tanta distancia como la que hay entre predicar la cruz y cargar con ella.
© LA NACION
Sergio Abrevaya