La senda de seda
Iba a ser un día de esos. La agenda incluía la verificación técnica vehicular y reunirme con un colega que de suyo es difícil de encontrar. Quiero decir, es de esas personas que no se quedan nunca quietas. Sospechaba, pues, que la posibilidad de pasar por el diario y justo dar con él eran muy remotas.
No era una reunión urgente, pero esa mañana me subí al auto hecho un nudo de nervios. Casi de inmediato me dije: ¿y si fuera cierto que que no hay que controlar nada, que si uno fluye con el tiempo, como una hoja en el viento, entonces todos los planes se cumplen, tal vez porque no hay planes? Pero este temita de fluir, les digo la verdad, no es para mí. Soy de la generación del ’60. Nosotros nacimos preocupados. Tal vez fue la Guerra Fría. No sé. La cuestión es que eso de no obsesionarse con el control nos sale horrible. Pese a todo, decidí que era un experimento interesante para iluminar un día que, salvo por la (improbable) reunión con mi colega, con quien siempre es un placer charlar, pintaba atravesado.
Así que a las pocas cuadras me prometí dejarlo fluir. Puse música e hice mi mejor esfuerzo para no pensar en todo lo que podía salir mal y en las muchas maniobras para contrarrestar tales contratiempos. Me reí pensando en lo que se habrían reído mis amigos si supieran que me proponía renunciar al control (Magda, eso fue para vos), pero descubrí, mientras manejaba, que había cierto disfrute en quitarse de encima la responsabilidad sobre todos los eventos, grandes y pequeños, que ocurren en el universo.
No se confundan. Los obsesivos sabemos que no sirve de nada controlar, y somos asimismo conscientes de que la vida sería más llevadera, acaso más dichosa, si dejáramos que la realidad siguiera su propia agenda, caprichosa o inexplicable. Pero nos buscamos excusas, desarrollamos mecanismos de defensa y solo logramos encontrar cierta paz –menuda, de cotillón– una vez cada tanto. Paz es una forma de decir.
No sé cómo, quizá porque la pandemia nos ha enseñado cuán insignificantes son nuestros egos y nuestra manía de timonear, esa mañana el tiempo fue como una senda de seda que me llevó hasta el centro de verificación, al que llegué temprano –típico de los obsesivos–, pero de todos modos me dejaron pasar, y el automóvil, que había estado prácticamente sin rodar durante un año, dos meses y quince días, atravesó vibraciones, sensores y miradas suspicaces sin novedad. Salí verificado y con la sensación de que todo esto de dejarlo fluir podría tener sentido. Entonces me perdí. Doblé mal o algo por el estilo, y la agenda quedó de nuevo en entredicho. “Si me perdí es por algo”, murmuré, a punto de volver a ser el de siempre, el que intenta controlar hasta las partículas subatómicas. Pero dejé que ese perderse hiciera su trabajo. Erré sin rumbo.
Por fin, encontré la subida a la autopista y enfilé para el diario. Intenté no ofrecer resistencia a nada. El control es una forma de resistencia. Cuando llegué me fui cruzando con personas que hacía mucho que no veía y charlé con ellas sin preocuparme por el reloj. Recalé por fin en mi escritorio, dejé el abrigo y me encaminé a la oficina de mi colega, que por supuesto no iba a estar. ¿Por qué iba a encontrarlo hoy si muchas veces antes, a pesar de haber estado horas en la redacción, no había dado con él? De todos modos, marché hacia su oficina, persuadido de que la encontraría vacía, y esto, a fin de cuentas, terminaría por ratificar mi fe en el control. Pero en el momento en que llegué, la puerta se abrió y mi colega salió, me vio, se quedó un poco asombrado, no menos que yo, nos saludamos todo lo afectuosamente que nos permitía la peste, y nos sentamos a charlar.
Más tarde, de regreso a casa, todavía estupefacto por lo fácil que había resultado todo cuando no le echaba un kilo de arena al motor de la realidad, traté de entender lo que había ocurrido. Pero ese no era el camino. Si necesitaba algo era, precisamente, entender menos y enfocarme solo en la senda de seda.