La soledad del corredor intermitente
Correr es una actividad más bien monótona, pero en compensación facilita con su ritmo toda clase de ideas. Nunca pienso con más placer, de manera más diáfana, que cuando corro en solitario. Ahora, a medida que se aproxima el cambio de aire y las piernas amenazan con colapsar, me viene a la memoria "La soledad del corredor de fondo", un gran y hoy algo olvidado relato de Alan Sillitoe. La historia es puro realismo inglés de posguerra. Un adolescente encerrado en un reformatorio descubre en la velocidad y la resistencia una virtud personal. Las autoridades del correccional, rápidas para anotarse algún punto con sus superiores, lo inscriben en una competencia a campo traviesa. Smith, el corredor de fondo, va ganando fácil, pero a metros de la llegada, sin que venga a cuento, se detiene. Sillitoe -uno de los angry young men británicos de mediados de siglo pasado- conocía el orgullo de clase de primera mano. Mejor una posible represalia, antes que darles el gusto a sus guardianes y traicionarse por migajas.
Smith piensa -y Sillitoe narra- a la par que compite. No me sorprende encontrarme imitando esa técnica de monólogo interior al retomar el hábito de correr. Es útil, incluso natural, además de distractiva: entre otras ventajas, permite ir escribiendo en el aire la nota que voy a terminar poniendo por escrito .
Lejos de calificar como runner, me tengo por un amateur intermitente. Tardé en volver al ruedo. La pausa de la pandemia no afectó otras actividades físicas (correr detrás de una pelotita de tenis, por ejemplo), pero sí, según estoy descubriendo, la flexibilidad muscular necesaria para sostener el tranco. Correr después de meses impone una máxima devaluada: el gradualismo.
Cada deportista de circunstancia tiene sus manías. En mi caso, solo puedo correr en parques, casi se diría que en uno solo. No me queda cerca, pero tampoco prohibitivamente lejos: la distancia fuerza a caminar y llegar precalentado. El circuito oblongo por el que vengo avanzando bordea un lago. Por alguna cuestión inexplicable opto por avanzar siempre según las agujas del reloj, al revés de la mayoría de los habitués. Eso obliga a un ejercicio adicional. Además de correr, hay que esquivar a los aerobistas que vienen de frente, pero sobre todo estar atento a los slaloms criminales de los ciclistas y los patinadores que pasan como bólidos.
Entre los corredores y corredoras, hay muchos bien entrenados. Mi lote es el de los voluntariosos y, aunque intento demostrar cierta expertise en la zancada, puede que mi reflejo más fiel sea el destartalado entusiasta que en este instante viene hacia mí bamboleándose de manera algo heterodoxa. No parece el mejor de los espejos, pero, mientras el dudoso atleta pasa y va quedando atrás, se me ocurre que después de todo el gran Emil Zátopek, triple medallista olímpico (en Helsinki, en 1952), corría de una manera igual de desmañada, sin el menor rastro de elegancia. Jean Echenoz le dedicó una breve y sensible novela, Correr, en la que Zátopek entrena con gusto para escaparle al gris sistema checoeslovaco, el mismo que terminaría condenándolo a trabajar de minero por su apoyo al gobierno de Alexander Dubcek.
¿Para qué volver a correr, me pregunto, sintiendo el esfuerzo y el sol contra la nuca? Por bienestar, para liberar endorfinas, las famosas hormonas de la felicidad, me contesto para convencerme. No todos tuvieron en el tiempo la suerte de una respuesta así de hedónica. La corrida más memorable sigue siendo la de aquel correo ateniense que no paró durante dos días hasta pedir ayuda a los espartanos contra los persas. O, según otra versión, hasta anunciar la victoria de Maratón y, habiendo cumplido su proeza, expirar. Mi épica poscuarentena no resiste la menor analogía con la del correo heleno, la de Zátopek o la de aquel abnegado personaje de Sillitoe, corredores éticos y de ley. Después de tantos meses la modesta media hora de trote, según noto al desacelerar, apenas promete mil y una contracturas y un calambre vulgar que, ay, ya se empieza a sentir.