La trampa populista que nos impide crecer
El peor problema que enfrenta el Gobierno es el déficit fiscal heredado, pero también que la sociedad no sepa por qué se llegó a esta situación
Tan preocupante como los problemas reales del país es el divorcio que existe entre la realidad y la percepción que de ella tiene la sociedad. Y más grave aún es la creencia sobre los orígenes y las causas de los males que nos aquejan. Dilucidar estas contradicciones es fundamental para evitar que vuelvan al poder aquellos que a través del despilfarro demagógico gestaron este presente explosivo. Muchos, en lugar de atribuirlo a aquel derroche irresponsable, lo asignan a las medidas que inevitablemente deben tomarse para tratar de corregir el desequilibrio heredado. Esas medidas apuntan a algo tan elemental como tratar de armonizar los gastos con los ingresos posibles, algo a lo que este gobierno no prestó la debida importancia cuando llegó al poder.
El meollo del drama argentino son siempre los excesivos gastos públicos y su consecuencia: el eterno y desproporcionado déficit fiscal. Cualquiera que intente corregir esta anomalía que le impide al país desarrollarse con el extraordinario potencial de que dispone es automáticamente tildado de "neoliberal", que viene a quitar privilegios al pueblo para favorecer a los "sectores concentrados".
La sociedad debería figurarse al kirchnerismo -y al populismo en general- como una administradora de consorcios que al hacerse cargo de un edifico, lo primero que hace es eximir a los copropietarios del pago de la luz y el gas de las unidades sin subir el importe de las expensas. Y lo financia hipotecando los espacios comunes del edificio. Cuando se van, los nuevos administradores "neoliberales" deben subir bruscamente las expensas para pagar las deudas y "restituir" a cada departamento la carga de esos servicios, ante el repudio de los consorcistas.
Los que no tengan claro el trasfondo de la trama y se guíen por los resultados concretos en sus bolsillos, añorarán seguramente a los antiguos administradores. Esa clase de riesgo acecha hoy al país en su conjunto y a quienes se postulan a gobernarlo. Más de uno soslayará la corrupción y el autoritarismo, y recordará que con otras administraciones "se vivía mejor". Sobre todo en los sectores que piensan que aquellos aspectos no los afectan en forma directa.
Este gobierno tomó erróneamente la administración del país a "tranquera cerrada" y se cargó a sus espaldas los desaguisados y la bomba atómica en gestación que dejó el kirchnerismo. Es cierto, impidió la explosión de un ajuste severo de entrada, pero eso no quiere decir que no tenga más remedio que hacer el ajuste en cuotas.
En su estructura, en la Argentina hay una mitad que produce bienes y servicios que vende casi en exclusividad al mercado interno, ya que no tiene condiciones de competitividad para venderle al resto del mundo. Esto se debe a factores estructurales, fruto de tantas décadas de populismo (tanto de gobiernos civiles como militares): brutal presión impositiva, condiciones laborales ineficientes, pobre infraestructura, tipo de cambio no competitivo, alta inflación.
La otra mitad que es el Estado (y la gente que directamente de él depende: funcionarios, jubilados, subsidiados) vive de los impuestos -con las tasas más altas del mundo- que le cobra a la mitad productiva y de la importante deuda que por ahora puede colocar en los mercados internacionales (y que fue de 40.000 millones de dólares en 2017). Siendo esta ecuación insostenible en el tiempo, el Gobierno no tiene más opción que tratar de reducir el déficit. Y la única vía posible es achicando el gasto público. Ahora, cualquier reducción en las erogaciones del Estado impacta negativamente en la mitad productiva, que no tiene otra opción de venta que no sea el mercado interno. Por esa razón, los economistas que suelen dar letra al populismo (ahora travestido como "campo nacional y popular") y todo el sector empresario que está atrapado en este modelo -no necesariamente por convicción, en muchos casos empujado por las circunstancias- rechazan esos recortes con vehemencia, y no sin su cuota de razón. Suelen acompañar la queja con la expresión "a esto ya lo vivimos". En el fondo, "todo lo hemos vivido". Y nada dio resultado porque nunca se pudo controlar el déficit fiscal.
Tal vez por esas actitudes muchos despotriquen contra los empresarios, acusándolos de prebendarios y celadores del mercado interno. Pero son los pocos que han podido sobrevivir. La Argentina supo tener el empresariado más importante de América Latina. Y lo fue destruyendo, sector por sector. Todo en aras de hacer concesiones al "pueblo", o sea, a los votantes, que son el sostén de la clase política. Esas concesiones (que ahora los neoliberales pretenden quitar con la reforma laboral y otras yerbas) fueron carcomiendo la competitividad de los distintos negocios, que desfallecieron uno a uno. Se critica que venden productos caros. No hay que olvidar que más de la mitad del precio va al Estado vía impuestos. Si se reemplazan por bienes chinos, va a quedar la pobre soja para sostener a todos. Otros apuntarán que los que sobrevivieron lo hicieron a costa de otros sectores. Si fue así, sucedió porque los intereses de esos sectores se alinearon con los de la política. Fue siempre la política (o el populismo) la que determinó el rumbo.
El Gobierno y el país están hoy embretados en una suerte de círculo vicioso con un margen ínfimo de acción en virtud de la opción por el gradualismo. Se apostó de inicio y con ilusión a un torrente de inversiones que equilibrarían las cuentas fiscales en pocos años, algo que con tan pocos alicientes en el país nunca llegó. Son los mismos "pocos alicientes" que atrofiaron la competitividad internacional del aparato productivo argentino.
Aunque no se tenga esa impresión, las empresas radicadas en el país -tanto de argentinos como extranjeras- están todas invirtiendo, pero esa inversión "no mueve el amperímetro" ya que existió siempre, hasta en los años de mayor sesgo antiempresario del kirchnerismo. No pueden dejar nunca de invertir, aunque más no sea para tratar de conservar su cuota de mercado.
Como si fuera poco, en este difícil contexto macroeconómico están los factores sociales y humanos que no se pueden desdeñar. Se hace muy difícil achicar el gasto público reduciendo personal -que es el nudo gordiano del gasto público-, ya que el que se queda sin trabajo en el Estado no tiene normalmente donde ir (sí ameritaría la prescindencia en los casos flagrantes de incumplimientos, ausentismos permanentes o equivalentes, ya que son un mensaje devastador al interior del sistema público).
Tampoco es posible no ajustar los salarios en una proporción cercana a la inflación, ya que a muchísima gente "no le alcanza" con los salarios actuales. Y si se rezagan demasiado, eso impacta en las ventas de la mitad productiva del país, y de rebote en el nivel de actividad y el empleo.
El Gobierno subestimó los problemas y cometió el craso error de no "blanquearle" a la sociedad la realidad. Por eso es tarea esencial para estos dos años de mandato que le restan, en los que deberá navegar en aguas turbulentas, explicar con nitidez y sin tapujos a la sociedad cuál es la raíz de los problemas que nos aquejan para no hacerle el juego a los irresponsables que nos metieron en este atolladero. Acorralado por una sociedad mal informada, el Gobierno procede con una entendible ambigüedad. Es por todo esto que cabe la pregunta: ¿hay margen para otra cosa que no sea el populismo en la Argentina?
El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política