La última paranoia de Don DeLillo
Las teorías conspirativas parecen un género literario que por algún curioso desvío cultural terminaron anclando en la realidad. Fuera de las maquinaciones y operaciones de menor escala -cómo negarlas-, la proliferación imaginaria de megaconjuras evade lo obvio: por simple principio de incertidumbre resulta imposible mantener en funcionamiento inmensos engranajes secretos que requerirían de una perfección milimétrica, pero están sometidos a una infinidad de azares. ¿Fue el atentado a las torres gemelas en 2001 una versión que comprobaría esas teorías? ¿O la inmediata reivindicación de Al-Qaeda significó en realidad un giro anticonfabulatorio, por mucho que las agencias estadounidenses hubieran prohijado a los futuros fundamentalistas en tiempos de la Guerra de Afganistán?
Hace décadas, mucho antes de ese atentado en todo caso, la literatura, sobre todo la anglosajona, tomó la fragilidad contemporánea como trasfondo de algunas de sus mejores obras. El estadounidense Don DeLillo (Nueva York, 1936), con Thomas Pynchon, es uno de los maestros de esa vertiente ansiosa, alucinada y estupefacta.
Dueño de una prosa concentrada y personal, puntuada por diálogos crípticos, DeLillo trabaja con materiales habitualmente cooptados por los best sellers (la tecnología, la política, la televisión, el mundo financiero, los deportes) y los usa para diseccionar la mitología americana más acérrima. La paranoia de su narrativa, un motor casi poético, es perseguida por una maldición positiva: desde comienzos de siglo se lo señala como visionario casi mediúmnico, alguien que supo oler la pólvora que ya estaba en el ambiente. En varios de sus libros (Jugadores, de 1977, sobre todo, pero también subliminalmente en Mao II, de 1991, o Submundo, de 1997) aparecen las Torres Gemelas y la sospecha de que toda su solidez se desvanecería pronto en el aire. La idea de un terrorismo rampante figura también en casi todas sus ficciones. En Ruido blanco, donde se medita sobre la tecnología, la muerte y el nazismo, una nube tóxica surgida cerca de un campus universitario estadounidense vuelve palpable la amenaza de un desastre nuclear. La novela se publicó en 1985, un año antes de Chernobyl.
A pesar de los años, DeLillo sigue activo en un mundo que terminó por parecerse a sus novelas. La publicación esta semana de su nuevo y breve opus, The Silence ("El silencio"), entregada a su editorial en fechas anteriores a la actual zozobra sanitaria, está siendo leída como un vaticinio de la pandemia, aunque -según se desprende de las reseñas ya aparecidas en los medios norteamericanos- el asunto es otro. Un avión que va de París a Nueva York termina por estrellarse cerca del punto de arribo (la pareja protagonista sobrevive a la debacle) y, a la par, un apagón general lleva al colapso de todos los sistemas tecnológicos del planeta. DeLillo parece haber imaginado avant la lettre no un virus que ya estaba en los radares, sino el espíritu del confinamiento, los efectos del aislamiento. Si se repasa el argumento, tal vez convenga ese hallazgo al pronóstico de un mundo a ciegas y de pronto desconectado.
Lejos de la futurología, DeLillo tal vez sea el autor que sin saberlo mejor haya asimilado el concepto de "discrasía" que Georg Simmel acuñó a fines del siglo XIX, época en que empezaban a popularizarse las teorías conspirativas. La "discrasía", "tragedia de la cultura", es -la definición suena tajantemente germana- "la inadecuación del espíritu objetivo respecto de la capacidad asimilativa del espíritu subjetivo". En términos contemporáneos, podría traducirse como la absoluta imposibilidad individual de abarcar -o controlar- el mundo que nos rodea y las fuerzas que lo mueven.
Pero no hay que ir tan lejos. DeLillo es un novelista, no un pensador. Más simplemente, sus libros quizá ejemplifiquen mejor aquel dictum con que Wyndham Lewis explicaba lo fácil que le resultaba ser profeta de la vanguardia: solo se trata, decía, de hablar de lo que todavía no sucedió, pero algún día sucederá.