La vida en el estudio
Conviene observar la feria sin comprar ni vender nada. No es que semejante conveniencia sea actual; es de siempre y ya muchos hombres se cansaron de prescribirlo. El repliegue parece sin embargo inoportuno. Quién quiere replegarse después del repliegue obligado. El repliegue consiste en inventarse un ámbito aparte, con objetos que nos muestren la feria (el mundo) sin serlo.
De eso mismo escribió el filósofo Giorgio Agamben en Studiolo, el libro recién publicado por Adriana Hidalgo. Tal vez no esté de más recordar que el título se refiere a un recinto de los palacios del Renacimiento en el que el noble, y a veces sus amigos, podía retirarse a pensar rodeado de obras de arte y en ocasiones también objetos de otro tipo (mapas, fósiles). Agamben nos invita a su paraíso de los sentidos, puesto que “¿no son acaso una especie de paraíso las imágenes de las cuales cada uno de nosotros querría estar siempre acompañado?” Acompaña cada obra de un escrito, un comentario.
Desde luego, el studiolo del filósofo no tiene materialidad, y casi podríamos decir que es un interior en la interioridad, un espacio que uno puede recorrer con los ojos cerrados. Es una especie de Arca de Noé particular (el símil pertenece a Cyril Connolly, y hablaba de los libros). No la incluye Agamben, pero bien podría haber estado ahí la Piedad Rondanini de Miguel Ángel, tan diferente de la otra Piedad inconclusa, la Bandini. Esta semana unos restauradores concluyeron que la Bandini quedó inconclusa por el uso de un mármol defectuoso, que el artista no pudo modificar como habría querido. Puede ser. Pero estos radiólogos del arte hacen pensar a veces en ese personaje de El Banquete de Severo Arcángelo, de Leopoldo Marechal, que diseccionaba cadáveres para buscar el alma.
La inconclusión, en general, puede tener dos causas: una interrupción involuntaria del trabajo o bien un trabajo voluntariamente interrumpido, eso que en italiano se llama non finito. Son piezas que se quedaron en la mitad del camino que llevaba a su terminación. La contingencia de lo inacabado se carga del peso de lo necesario, como si, una vez abandonada, la obra no pudiera ser sino como terminó siendo; como si alguien o algo la hubieran concluido en lugar del artista. Está además la ilusión de que el tiempo no puede alcanzar una obra que, en su condición inacabada, parece quedar fuera de la historia. La ruina es la simetría del non finito: su representación invertida en el espejo. Pero la diferencia es que en la ruina obró el tiempo como otro artista.
Nos dice Agamben: “La apuesta en la que se basa todo comentario filosófico es que el tiempo en el cual la obra fue producida no coincide por fuerza con el de su legibilidad”. El presente es el instante en el que la obra alcanza su legibilidad. Al sustraerse de la historia, la obra inconclusa podría ser siempre legible, o bien no serlo nunca, porque su creación no ha concluido.
Ese estado de disponibilidad mantiene el sentido de la obra a salvo de la muerte. Su legibilidad trae consigo la demanda, igualmente inacabable, de completarla. Por eso en la historia del arte, el non finito son un caso completamente separado del resto.
De algo de eso habla también Agamben. “Un paraíso ante todo de la mente –insiste sobre el studiolo-, si de lo que se trata es de algo que de otro modo no sería dado comprender”. La obra inconclusa lleva al extremo la fórmula eclesiástica del nolentibus datur que rige todo arte, que le da a los que no quieren (acaso ni esperan). No hay más comprensión que aquella la obra quiere darnos cada vez.
En una paráfrasis de Agamben sobre el autorretrato último de Paul Gauguin (“Queda lo que no puede decirse”), habría que proponer del non finito: queda lo que no quedó.