Las diferencias en frente de todos
Hace justo un año el gobierno festejaba haber conseguido la aprobación de la ley de Fortalecimiento de la sostenibilidad de la deuda pública, pero en este primer aniversario ya no hubo guirnaldas.
Es la ley más nombrada del verano. Obliga al Congreso a aprobar (o reprobar) cualquier acuerdo con el FMI. Por su culpa, no la culpa del FMI sino la de la propia ley, el gobierno vive al borde de un ataque de nervios. Aunque es primera minoría necesita reclutar los votos de a uno. Ni siquiera tiene asegurado el quorum.
Para discutir temas como el divorcio, el matrimonio igualitario, el aborto, que para algunos enfoques involucran creencias religiosas, se echó mano en su momento a la libertad de conciencia, autonomía excepcional del legislador que lo exime de subordinarse a la disciplina partidaria. Pero se supone que el FMI no es un asunto religioso… ¿O sí lo es? Parece extraño, se insinúa que el FMI puede estar en aquella lista de temas íntimos capaces de violentar creencias personales cada vez que se deja caer la misericordia sobre los flamantes opositores oficialistas. “También es muy respetable estar en contra del acuerdo con el FMI, eh”, se escucha.
Por supuesto que las opiniones divergentes siempre son respetables, pero acá el tema es la organicidad. Todo lo relacionado con el FMI constituía ya en 2019 un asunto medular de la política, la economía y las finanzas argentinas. ¿Pudo ser ajeno a las coincidencias societarias del Frente de todos? ¿Se saltearon este pequeño asunto?
Al final resultó certero en aquel debate de 2021 el kirchnerista Carlos Heller, quien junto con la antialbertista Fernanda Vallejos fueron los miembros informantes del oficialismo. Heller predijo que la ley que interpone al Congreso marcaría “un hito” en la historia legislativa. Al gobierno peronista le hundió el relato de la unidad indestructible que el Frente de todos supuestamente traía de fábrica, idílica pluralidad nacida de la reconciliación “esta vez para siempre” de los dos Fernández. En frente de todos (sic) un lunes cualquiera las diferencias hicieron erupción. Alcanzaron alturas inusitadas. Si se las pudiera filmar serían como el video que muestra Tonga después de que un volcán submarino del Pacífico sur se despertó.
La ley autoinfligida fue lo que apuró el portazo de Máximo Kirchner, cuyo trabajo como jefe de la bancada oficialista consistía en alinear a la tropa y hacerle apretar al unísono en las bancas el botón “afirmativo”. Si las diferencias hubieran sido sobre estrategias de negociación, como dijo él, la disputa resultante no habría sido tan sísmica. Ya no tiene sentido seguir diciendo que en el Frente de todos no hay divergencias ideológicas ni de poder. Que son sólo “matices”.
¿Matices? Un sector quiere evitar el default, arreglar con el Fondo, camuflar el ajuste y tirar hasta el año próximo (en 548 días son las PASO) porque piensa que cualquier otra salida sería muchísimo peor y porque cree que al problema hay que solucionarlo aunque la solución sea onerosa. Para pasar el invierno, como en 1959 dijera Alsogaray, no tiene plan, pero eso en un país en el que tampoco está planificada la semana próxima no se considera demasiado importante.
El otro sector entiende que el ajuste que viene de la mano del arreglo con el Fondo es política y electoralmente suicida. Quiere patear el tablero, hacerle saber al mundo que el FMI es el motor del narcotráfico, denunciar a Macri en las Naciones Unidas (donde, recuérdese, Cristina Kirchner ya fue a denunciar en 2015 a Jaime Stiuso), escrachar al hediondo capitalismo, al imperialismo, a la Corte Suprema, al ministro Martín Guzmán y, quién sabe, en pocas semanas más también al entregador Alberto Fernández (nunca hay que dejar de escuchar los anticipos de la vanguardista Hebe de Bonafini) y a sus cómplices de Juntos por el cambio. ¿Para hacer qué? Ahí sí parece que hay un plan, pero a su contenido sólo cabe imaginárselo, no está escrito en ninguna parte. Bueno, escrito en realidad tampoco está el acuerdo con el Fondo, apenas se vocearon algunos títulos. Igual, en Palabralandia lo que se dice sucede. O por lo menos eso cree el gobierno. El hecho de que ya no tenga sentido seguir diciendo que en el Frente de todos no hay disputas ideológicas no significa que el presidente no lo diga día por medio. Hasta en el Caribe.
La certeza de que el Frente de todos era indivisible y jamás iba a rajarse (no es alusión a Máximo) se asentó sobre dos pilares. Uno, la tenacidad de Alberto Fernández para negar el disenso con Cristina Kirchner y someterse a ella, a sus cartas manipuladoras, su copamiento de las segundas líneas del gobierno, la apropiación de las cajas del Estado, los boicots tarifarios y otras tácticas aviesas de cogobierno. Paquete que incluye el desparpajo de la vicepresidenta para politizar y torcer sus causas judiciales con la aquiescencia o la franca ayuda del presidente.
Dos, la novedad de dejar de presentar al peronismo como el movimiento que es y llamarlo coalición, falacia de pretensiones republicanas originada en la estrambótica fundación del artefacto electoral: había que justificar la súbita asociación con los dos ex jefes de Gabinete que venían del antikirchnerismo furibundo (Fernández y Massa) y mejorar el aspecto de la fórmula contra natura. Técnicamente una alianza, el Frente de todos es el peronismo, no un mosaico multipartidario (en sus frentes electorales siempre llevó colgados pequeños partidos). Su impronta movimientista de amplio espectro ha sido generosa en internas. La novedad es que una ley pensada para otro escenario le pone fin a los esfuerzos por barrer las divergencias debajo de la alfombra.