La Justicia debe volver a ser creíble
Ante la desconfianza de la sociedad hacia la actuación de los jueces, resulta necesario que los organismos competentes revisen la actuación de magistrados que responden a un determinado color político
Un prestigioso profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Columbia sostenía frente a sus alumnos que el mejor juez era aquel que enfrentaba los planteos de las partes con una mente abierta y sin preconceptos. Esa cualidad, agregaba, era la que le permitiría alcanzar el ideal de genuina independencia. La anécdota ha venido a mi memoria a raíz de recientes episodios de la vida judicial de nuestro país, reveladores de un estado de profunda crisis que afecta las instituciones en general y que, triste es reconocerlo, provoca en la población una sensación de generalizado descrédito. Cuando ella alcanza al sistema de administración de justicia, la desconfianza adquiere un efecto multiplicador muy pernicioso, pues la sociedad comienza a dudar de su propia capacidad para separar las acciones valiosas de las reprochables.
Para dar ejemplos, bastaría recordar los cuestionamientos a la actuación de la procuradora general Gils Carbó y del juez Rafecas, así como las severas críticas hechas por la Corte Suprema a lo resuelto por una jueza federal de San Martín al dictar una "medida cautelar interina" que extendió el congelamiento de las tarifas de la electricidad a los usuarios de todo el país, mediante una interpretación equivocada de los recaudos para considerar una causa como de incidencia colectiva a nivel nacional. Esa magistrada, tras el dictado de su medida, había enviado su resolución directamente a la Corte para su revisión, con total alteración del trámite normal de las apelaciones.
Claro que el análisis de cuáles son los magistrados que cumplen su trabajo con corrección puede presentarse como una cuestión difícil. Sobre todo cuando su labor es en muchos casos técnica. Además, el derecho dista de ser una ciencia exacta, por lo que es común que las leyes ofrezcan más de una interpretación posible. Sin embargo, es posible trazar algunas diferencias entre quienes desempeñan funciones conectadas con la Justicia.
Existe una primera categoría que podríamos denominar como la de los "juristas". Son aquellos que han descollado por sus conocimientos y por su excelencia para desentrañar complejas cuestiones jurídicas. En muchos casos se trata de verdaderos académicos, y su opinión suele ser tomada como autoridad respecto de cómo entender determinados problemas. Cuando un jurista es propuesto para un cargo de juez, suele recibir el apoyo de la comunidad a la que pertenece, y bien puede suceder que a sus dotes intelectuales sume un buen sentido práctico y una capacidad para prever las consecuencias de sus decisiones. En esos excepcionales casos estaremos en presencia de un "juez jurista" y el resultado será de gran beneficio para la sociedad. Para dar sólo un ejemplo, eso es lo que sucedió cuando el jurista Julio Maier, de reconocida trayectoria, fue elevado a la categoría de juez del Superior Tribunal de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires algunos años atrás.
Las dotes de jurista no necesariamente garantizan que el candidato en cuestión resulte ser un buen juez. Si pese a dominar un área del derecho se muestra cerrado en sus opiniones o termina dando prioridad a principios que desatienden las consecuencias de sus decisiones (por ejemplo, si liberara a todo preso al que se le niegue, como de hecho sucede, el derecho constitucional a habitar una cárcel "sana y limpia"), es claro que hará una mala labor como juez.
Una segunda categoría está dada por los "jueces no juristas", que son aquellos que sin descollar en un área determinada mantienen una percepción adecuada de cómo administrar justicia, lo hacen sin prejuicios o preconceptos y atendiendo más que nada a la necesidad de que ningún litigante sienta que el fallo que dictan está influido por algo diferente a lo que consideran la solución más correcta. Desde ya existe una gran cantidad de jueces y funcionarios que responden a esta caracterización trazada a grandes rasgos, cuyos nombres en general no trascienden, pero que son merecedores de un ganado reconocimiento.
El problema se plantea cuando en la pintura ingresa una última categoría de magistrados: la que podríamos describir como de los "militantes". Estos jueces, que pueden o no al mismo tiempo ser "juristas", tienen el irresoluble problema de carecer de equilibrio, hasta el punto de buscar que los planteos que reciben se acomoden a una posición previa, ya sea política o de tan cerrado dogmatismo, que condiciona de antemano su visión de aquello que debe ser resuelto. Con esta óptica debería analizarse en qué medida la jueza de San Martín que actuó de manera tan anómala estaba realmente cumpliendo un acto de "militancia", y esa vara será también útil a la hora de analizar con frialdad el desempeño de la procuradora general Gils Carbó ante la Corte.
La comisión que acaba de conformarse para examinar su desempeño debería estudiar la manera en que la procuradora actuó en casos en que se debatió la validez de las iniciativas propulsadas por el gobierno anterior, contraponiéndolos con aquellos en que analizó las medidas tomadas por la administración actual. Si ese análisis llevara a la comprobación de que la funcionaria apoyó las iniciativas del gobierno anterior o protegió a sus funcionarios de imputaciones penales, para luego cambiar su vara a la hora de analizar la validez de las posturas del gobierno actual, resultaría evidente su rol de "militancia", inadecuado para una sana república. Especialmente si recordamos la cantidad de iniciativas del anterior gobierno (entre ellas, el régimen de subrogancias de jueces y las sistemáticas recusaciones de magistrados de la seguridad social) que terminaron en su total descalificación por la propia Corte Suprema.
Resulta necesaria, sin embargo, una aclaración. Es muy dañino para la propia independencia judicial que los jueces sientan que pueden ser removidos simplemente por el contenido de alguna sentencia con la que el poder de turno esté disconforme. Por eso, para tildar a un determinado magistrado de "militante" resulta imprescindible hacer un análisis genuino, con intervención de personas de indiscutible honestidad intelectual. Caso contrario, estaremos creando un remedio peor que la enfermedad que se busca combatir.
Por último, la conducta de nuestros jueces federales debería también ser medida en torno a estos criterios. De ellos, por sobre todas las cosas, esperamos que sean serios, ecuánimes y que demuestren en cada acto su independencia. Sin duda sería bueno que fueran además juristas. Lo que no debemos admitir, pues de eso hemos tenido ya claras muestras, es que se identifiquen sostenidamente con algún gobierno o facción política y protejan a determinados funcionarios, hasta el punto de que quede expuesta esa indebida militancia. De esos jueces esperamos también que hagan realidad el deseo republicano de que no se use la función pública para el autoenriquecimiento. Es claro que llegó momento en que deben demostrar si están a la altura de semejante desafío.
Abogado, especialista en derecho constitucional