Las memorias de Calderón
A la luz de lo que ocurrió con sus antecesores, el autor le sugiere a quien acaba de dejar el poder en México que narre su experiencia de gobierno. Y enumera, de paso, los logros y las deudas que dejó su gestión
MÉXICO D.F.- Escriba sus memorias. Si no lo hace, el veredicto de la historia le será, ya definitivamente, adverso." El consejo que el historiador mexicano Daniel Cosío Villegas dio a Miguel Alemán (presidente de México de 1946 a 1952, con fama de corrupto) en 1971 ha valido para casi todos los presidentes excepto para Lázaro Cárdenas (que gobernó al país de 1936 a 1940), único que habita el paraíso del aprecio público (y que además publicó unos apuntes no exentos de interés). Miguel Alemán desechó la sugerencia y prefirió seguir en el purgatorio donde vagan las almas solitarias de muchos ex presidentes mexicanos condenados no al fuego eterno, sino al fuego lento de la indiferencia, el olvido, el desprecio o, en el mejor de los casos, el neutro respeto.
Tres presidentes del México contemporáneo, relegados a regiones aún más inhóspitas, han escrito sus memorias con la intención de reivindicar su nombre y su gestión. Las de Gustavo Díaz Ordaz (que pude consultar privadamente hacia 1995) son un testimonio clave. Si bien no lo exculpan (el crimen de Estado en Tlatelolco, en 1968, del que se ufanó es inexcusable) sí revelan la desinformación (acaso inducida) en la que vivía en pleno movimiento estudiantil. Quizá nunca serán publicadas.
La copiosa autobiografía de José López Portillo (que gobernó, con un fuerte sello populista, de 1976 a 1982) sirve para comprender la romántica (y premonitoria) megalomanía de sus años formativos, pero en lo que hace a su gestión resultan pobres: transcriben y glosan notas cuya acumulación trivializa los momentos cruciales de aquel malhadado sexenio, que sumió al país en honda crisis.
El otro presidente memorioso es Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Lo que el lector encuentra en el grueso volumen de sus memorias políticas ( México: un paso difícil a la modernidad ) es menos un ejercicio de vindicación que de venganza. Cien cuartillas de sincera autocrítica hubiesen ayudado a su nombre más que dos mil páginas de fría autocomplacencia retrospectiva.
Felipe Calderón (que acaba de terminar su mandato, que ejerció de 2006 a 2012) debería seguir el consejo de Daniel Cosío Villegas, aprender de esos casos fallidos y acometer sus memorias con un espíritu distinto, dictado por la más radical honestidad. El riesgo del veredicto adverso es real y no se le oculta. El propio ex presidente ha dicho que su sexenio será recordado, irremediablemente, por la "guerra contra el narco" (como él mismo la bautizó) y por su aterrador balance: 60.000 muertos en seis años. Creo que el ciudadano común, orientado por la percepción directa de las cosas, reconocerá su valentía personal y algunos avances sustantivos. Pero la responsabilidad del ex presidente existe, no por haber sido el culpable o ejecutor de la masacre colectiva (como pregonan sus malquerientes, omitiendo o relativizando la culpabilidad de los criminales) sino por la angustiosa inseguridad que persiste en amplias zonas del país.
Puesto que la historia no admite ensayos, nunca sabremos qué hubiese ocurrido si a principios de 2007, una vez descubierto el "cáncer" del que ha hablado, Calderón hubiese planteado otra estrategia. Quienes no somos especialistas en el tema (es decir, la inmensa mayoría de los mexicanos) imaginamos ahora soluciones de salón que entonces no vimos y que tal vez hubiesen sido impracticables y hasta absurdas. ¿Qué hubiese hecho Andrés Manuel López Obrador -su adversario en las elecciones de 2006- en su circunstancia? Quizá algo no muy distinto: su programa de campaña en 2006 preveía el mismo recurso al ejército. En todo caso, si el ex presidente está persuadido -como ha dicho- de que no había estrategia alternativa, puede intentar fundamentarlo con un testimonio detallado y verídico de todo el proceso.
En alusión al marco económico mundial y a los estrechos márgenes políticos en los que actuó como resultado de la elección de 2006, Calderón ha dicho también que le tocaron las "vacas flacas". Señalado por un fraude electoral que nunca se probó, Felipe Calderón estuvo a punto de no tomar posesión y a lo largo de su sexenio resintió el acoso (incluso físico) de los simpatizantes del líder opositor Andrés Manuel López Obrador. A la enemistad abierta y militante de la izquierda (que sólo amainó en los meses recientes) hay que agregar la astuta política del PRI (Partido Revolucionario Institucional, fundado en 1929), cuyo empeño principal, sobre cualquier otro, era recuperar a Los Pinos (la residencia oficial de los presidentes en México). En ese marco, había, en efecto, poco espacio para llegar a acuerdos. Y, sin embargo, ¿no faltó en los legisladores del PAN (Partido Acción Nacional, el partido en el gobierno desde el 2000) y en el propio ex presidente Calderón capacidad de negociación? Si escribe sus memorias, explicaría las circunstancias en las que actuó.
En el sexenio hubo aciertos que sería injusto y mezquino ignorar: la reforma a las pensiones en el Issste (instituto de seguridad pública para los trabajadores del Estado), la respuesta a los desastres naturales en el sudeste (Tabasco, Chiapas) y la amenaza al virus H1N1, la liquidación de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, la ampliación de la cobertura de salud y la red carretera, el respeto a las libertades y procesos electorales, la Ciudad de los libros. Antes de sobrevenir la crisis global de 2008, el gobierno de Calderón tomó medidas precautorias que se reflejan en la salud de las finanzas públicas. A juicio de órganos internacionales respetados, nuestro balance macroeconómico nos coloca ante oportunidades de crecimiento sustanciales. Las eventuales memorias de Felipe Calderón podrían describir esos avances sin autobombo.
Un factor que matizará los juicios rotundos es su propia biografía temprana (como hijo de un estoico panista de larga trayectoria en el partido); también su austeridad personal (comparada con la frivolidad de Vicente Fox, su antecesor, y el boato de varios presidentes priistas), así como la calidez y discreción de su esposa, Margarita Zavala. La gente recuerda la tragedia paralela de sus dos secretarios de Gobernación (su amigo Juan Camilo Mouriño y su colaborador Francisco Blake Mora, ambos fallecidos en trágicos accidentes aéreos) y la dolorosa muerte de Alonso Lujambio (su secretario de Educación, que recientemente sucumbió ante el cáncer). Ensombrecieron al ex presidente, pero no lo doblegaron. Es un hombre de temple, y ese temple podría reflejarse en páginas que evoquen esas amistades, esas pérdidas.
El lector crítico esperará sobre todo un catálogo razonado de sus errores y promesas incumplidas. Desconfiado por naturaleza, Felipe Calderón no pidió ni escuchó consejo, y no atrajo colaboradores que, sin comulgar con él, hubiesen podido ayudarlo mejor. Se presentó durante su campaña como "el presidente del empleo", y no se crearon los empleos necesarios. Habló de abatir la pobreza, y los índices se han incrementado. En el problema de la migración (la mexicana, acosada en Estados Unidos, y la centroamericana, vejada en México) el balance es malo. Otra gravísima llaga (ésta más atribuible al PAN que al presidente, pero frente a la cual Calderón pudo haber actuado) fue la indulgencia con la corrupción de varias administraciones estatales y locales panistas. ¿Por qué se toleró?
Alguna vez advertí que Calderón tomaba minuciosas notas en cuadernos de piel destinados a guardar testimonio de los hechos. Debe de acumular decenas de ellos. A partir de ahora, donde quiera que viva, debe releerlos para poner manos a la obra. Unas memorias honradas, autocríticas, reveladoras, contenidas en un libro legible, serían su mejor argumento ante el juez implacable e inapelable de la opinión pública.
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