Las palabras que hablan por nosotros
Una araña no puede comer una mosca sino después de hacer su tela." Esta cita de Pascal Quignard es una buena metáfora de lo que es la cultura: una gran tela que nos atrapa entre sus hilos.
Cada época le pertenece a una cultura, es decir que cada época está tejida por una tela diferente. Y sus hilos -metafóricamente hablando- son los distintos discursos que la van trenzado.
Cada discurso construye un modo de pensar la realidad: sus creencias, sus palabras, sus ideales y, por lo tanto, sus acontecimientos y las cosas. Es decir que cada cultura y cada época definen el modo de habitar el mundo y el modo en que estamos en él.
La palabra "transparencia" es una de las palabras de nuestro tiempo. El sentido, la insistencia y el lugar que ocupa es cosa de las últimas décadas. Es, como se dice, una palabra de moda. Se la reclama desde los distintos ámbitos, respecto de la información, de la política, de la administración y de la economía.
Ocupa el lugar de un lema, una proclama, una promesa, un ideal o un valor.
¿Pero de qué se trata esta nueva reputación de la palabra "transparencia"? ¿A qué responde la elección de ese término? ¿Por qué esta palabra y no otra?
La hipótesis es que es la consecuencia necesariamente lógica de la cultura de nuestro tiempo.
¿Y cuáles son los signos de nuestra época? ¿Cuáles son los discursos que construyen nuestra realidad? ¿Cuáles son las telas que sostienen nuestro mundo?
Sin dudas, los discursos de la ciencia y el de la lógica del mercado.
De hecho, las grandes redes que sostienen el escenario del mundo actual -la globalización e Internet, entre otras- son el producto concreto y material de ese universo simbólico que son los discursos de la ciencia y del mercado. La tecnología, con todos sus inventos, es el producto del desarrollo de la ciencia. Su producción y sus desplazamientos masivos, es decir, su comercialización, son el producto de la lógica del mercado.
Nuestro mundo de hoy es hijo del vínculo fecundo de estos dos discursos. Es innegable cómo estos fenómenos construyen nuestra realidad. Desde los detalles más elementales de nuestra vida cotidiana, pasando por los efectos de la circulación de la información, las consecuencias de las tensiones del poder y hasta el modo en que hoy se hace la guerra.
Estos discursos son portadores de ciertos ideales: racionalidad, organización, progreso, eficiencia, eficacia y toda suerte de rendimiento. Esto se traduce en la necesidad de que las cosas sean calculables y previsibles. En todos los ámbitos, incluso en nuestro fuero íntimo, en nuestras subjetividades.
En síntesis, el ideal de que las cosas marchen. Sin sobresaltos, con el menor costo y pérdida posibles.
La "transparencia" es aquello que deja ver las cosas de lado a lado, que no permite que algo quede oculto, escondido, disimulado, que algo se escape. Es el anhelo de eliminar lo ingobernable, lo que se pone en riesgo, lo incalculable.
La transparencia es lo contrario de lo opaco.
La transparencia, como expresión de deseo, no es otra cosa que la intuición de la opacidad del lenguaje, y por ende de la opacidad que habita en lo humano: lo que no se controla, lo que no marcha, lo que se escapa, a pesar de todo.
Desde luego, también la sospecha de la existencia de lo espurio, o de la voracidad irremediablemente presente, que habita en nuestra civilización y en nosotros. Ese lado oscuro que no ha podido ni podrá domeñarse.
¿Habría que decir que la necesidad de transparencia responde a un nuevo imperativo ético? No creo. Por el contrario, ¿habría que decir al temor de lo incalculable, de la pérdida? ¿O habría que decir que se dice "transparencia" cuando se quiere decir "control"?
En otras palabras, la transparencia no es sinónimo de verdad, aunque usualmente se las confunda. Por el contrario, la relación con la verdad de cada discurso habita en su envés, en ese mismo lugar de su opacidad, y es posible de ser leída.
La cita del inicio -"una araña no puede comer una mosca sino después de haber hecho su tela"- tensa los hilos de esa trama entre el lenguaje y sus efectos, entre los discursos y el poder.
No obstante, cabe decir, la trampa no está en el discurso, está en la mirada. O, más bien, en ese refugio habitual de la mirada que es la ceguera.
Ana Santillán