Las trampas del triunfalismo y del desencanto
La Argentina fue el resultado de una ambiciosa apuesta al futuro de estadistas que desafiaron el chato fatalismo del desierto y de las guerras interminables
No bien el sueño de constituir una nación en los confines semidesiertos de la civilización occidental se consolidó, su curso vertiginoso durante la década y media anterior al Centenario motivó dos reacciones contradictorias: un optimismo acorde con la seguridad positivista de la belle époque; y temores en sectores aún minoritarios de la elite en torno de los primeros conflictos sociales. Ambos supuestos resultaron, a la larga, fallidos.
La transformación de la vieja aldea colonial de 1880 en una metrópoli que poco tenía que envidiar a las capitales más modernas del mundo asombró a los invitados a aquel evento inolvidable. Tanto como un crecimiento económico que colocó al país en el séptimo lugar del PBI per cápita a escala planetaria. Se estaba sorteando satisfactoriamente nuestro raquitismo demográfico merced a un torrente inmigratorio que parecía destinado a perdurar indefinidamente. Algunos hasta aventuraron que en cien años la Argentina habría de contar con un próspero mercado interno de más de cien millones de personas. La extensión de nuestra pampa húmeda todavía estaba lejos de alcanzar sus fronteras, y aún no se habían explorado las posibilidades mineras del interior, que auguraban la esperanza de un potente desarrollo industrial. Tal vez bastante antes de nuestro segundo siglo, podíamos aspirar a ser la versión sudamericana de los Estados Unidos.
Pero la vertiginosidad inmigratoria también generó dudas sobre la consistencia social de nuestra nacionalidad en construcción mediante la educación pública y el servicio militar obligatorio. Y en algunas minorías –no fortuitamente reclutadas en las provincias más antiguas en las que la hispanidad cultural seguía vigente– esos recelos devinieron reacción manifiesta contra todo lo realizado. Según sus intelectuales, urgía ordenar la peligrosa mixtura a través de algún principio ancestral amalgamante. Pero los sectores más modernos redoblaron su apuesta priorizando la educación cívica de las masas. Tal fue el espíritu de la Ley electoral de 1912, a solo dos años de los primeros signos disruptivos del nuevo siglo respecto del optimismo decimonónico. La Gran Guerra de 1914 fue para nuestro desarrollo un impacto económico y social tan brutal como desconcertante. La inmigración masiva se detuvo y hasta por algún tiempo se retrajo. Su recuperación durante los años 20 perdió impulso y se interrumpió para siempre desde 1930.
La conmoción aceleró, asimismo, una industrialización sustitutiva de varias importaciones; algunas procedentes de inversiones del nuevo gigante capitalista norteamericano. Pero a diferencia de la vieja Europa, los Estados Unidos competían con la Argentina en la producción de alimentos y, por lo tanto, eran impermeables a nuestra oferta. La crisis social de la inmediata posguerra les sumó a los reaccionarios nuevos apoyos de notables alertados por otra novedad acechante: la velocidad de la democratización de masas y su exclusión del fair play político. Los temores, signos de los tiempos, devinieron paranoia con sus relatos conspirativos de rigor. Los más moderados apostaban a rectificar los alcances de la ley Sáenz Peña; pero otros pusieron en tela de juicio no solo la democracia sino toda la arquitectura institucional republicana inspirada en la Constitución de 1853 incluido, obviamente, al saldo sociocultural de la inmigración.
La crisis de 1930 fue el segundo capítulo de la tragedia del siglo XX. Como la guerra dieciséis años antes, volvió a impactar sobre nuestro fluido comercio exterior reforzando la industrialización. Nuevamente, esta resultó menos de una planificación premeditada que de los efectos de la reforzada presión fiscal sobre nuestras importaciones y de los controles de cambio acordes con el curso bilateral de las relaciones económicas internacionales. Diez años más tarde, y ya comenzada la Segunda Guerra Mundial, algunos funcionarios de nota formularon interrogantes inquietantes sobre la sustentabilidad de aquella fórmula exitosa en preservar nuestra consistencia social. ¿Era nuestra industrialización ingenua la vía más adecuada dado nuestro estancamiento demográfico? La demora en los hallazgos mineros supuestos desde el siglo XIX, ¿no hacía más conveniente promover las actividades manufactureras menos demandantes de insumos importados y capaces de desplegarse en escalas regionales más amplias que nuestro acotado mercado interno? Una fértil discusión que quedó inconclusa a raíz de la crisis del sistema político en medio de la conflagración.
Las pasiones ideológicas totalitarias, por su parte, hallaron en la depresión el campo propicio para difundir fórmulas sustitutas de la constitucional. Urgía rectificar la forja de nuestra nacionalidad mediante una unanimidad forzada por las elites más antiguas, intérpretes del “espíritu nacional” católico garantizado por la fuerza de las armas. La desaparición de los últimos exponentes liberales de nuestra elite a principios de los 40 allanó el camino de la restauración del imperio de la cruz y de la espada. Pero los cambios sociales de la industrialización y el encuadramiento sindical autoritario de la clase trabajadora disiparon imprevistamente una segunda etapa de la democratización de masas aunque ajustada a ese discurso antiiluminista.
Treinta años más tarde, estos interrogantes seguían abiertos aunque parecían por fin amalgamar nuevos acuerdos en el interior de nuestras elites corporativizadas. Durante los años 60, el renacimiento de nuestro agro luego de un largo estancamiento favoreció el ingreso en una industrialización más compleja, confirmando la interdependencia entre ambos sectores. Pero la convicción de su necesaria articulación racional mediante un despliegue exportador conjunto no debía contradecir los requerimientos de un mercado interno en el que sobrevivía una identidad nacional fundada en el progreso y el ascenso social con la clase media como horizonte de sentido. Las claves de ese ensamble se situaban en una política que debía resolver por fin los problemas de nuestra democratización de masas contagiada durante sus dos etapas históricas por la tentación nacionalista unanimizante.
Hacia principios de los años 70, esos acuerdos debieron enfrentar los embates de la Guerra Fría en el Cono Sur y sus estribaciones revolucionarias y contrarrevolucionarias. Ambas frustraron esa postrera oportunidad de síntesis. El saldo fue un proceso de descomposición cuyos principales indicadores fueron una reestructuración económica anómica adosada a una exclusión social sin precedente. De ese fracaso emergió la democracia como último recurso ante la amenaza cierta de desintegración nacional.
A casi cuarenta años de distancia, sin embargo, el país sigue marchando a la deriva. La sombra escatológica de nuestro pasado más oscuro se yergue como un fantasma que obtura las perspectivas de nuestras mejores inteligencias. Sin embargo, las ensoñaciones de 1910 deberían también indicarnos que los procesos históricos suelen desmentir los determinismos de destino. Y así como aquel optimismo desprevenido obnubiló problemas potenciales que el cataclismo civilizatorio del siglo XX impidió percibir, tal vez se estén desplegando procesos subterráneos que la vorágine contemporánea nos impide visualizar. Al fin y al cabo, la Argentina fue el resultado de una ambiciosa apuesta al futuro de hombres como Urquiza, Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca, quienes desafiaron el chato fatalismo del desierto y de las guerras interminables.
Miembro del Club Político Argentino