Leer en la ruta: el viaje es doble
Nada de mareo ni malestar. Cuando ya todos están en sus puestos y el cuentakilómetros se pone a girar, cuando la ciudad queda atrás y a través del parabrisas la vista se abre, generosa, el asiento del copiloto se transforma en mi mejor espacio de lectura. Me saco los zapatos, hago gala de mis habilidades de contorsionista y me sumerjo en la historia. Preciso poco. Tanteo a la derecha el bolsillo de la puerta: llevo siempre un lápiz negro y señaladores autoadhesivos por si se impone dejar una marca. Y rápido, sin moverme más que unos centímetros por hora, me voy lejos. Muy lejos.
No es la primera vez que cuento el placer que me causa leer en la ruta. Hace una semana, cuando el festival de no ficción Basado en Hechos Reales puso al aire una entrevista con Susan Orlean, la periodista y escritora que publica sus artículos en The New Yorker, enseguida me volvieron a la memoria de a chispazos los detalles de La biblioteca en llamas, su magnífica reconstrucción del incendio en la L. A. Public Library. "¿Se acuerdan? Viajábamos a Córdoba para la última Navidad", pregunté en la mesa, porque debo admitir que a veces, cuando el relato es muy bueno, me salgo de ese ostracismo automotor y, sin pedir permiso, empiezo a leer en voz alta fragmentos, como queriendo compartir o demostrar lo interesante que puede ser el texto que me abduce–. "No", así de cortito me respondieron. Claro, si lo avisa la propia Orlean en la contratapa: "La historia de cualquier incendio es la historia de un olvido, por eso nadie recuerda lo que ocurrió el 29 de abril de 1986". Yo, en cambio, no podía dejar de seguir en la pantalla el movimiento de su cabellera roja sin ver allí a los bomberos de Los Ángeles entre los cuatrocientos mil ejemplares hechos cenizas tras arder por siete horas entre estantes y ficheros. Creo que con su investigación sobre los hechos que ocurrieron en Estados Unidos mientras el mundo entero miraba a Rusia –eran los días de Chernóbil– y el identikit de aquel hombre que prendió la mecha de la catástrofe, la autora invita a hacer un homenaje a la lectura en nombre de aquel ejemplar de Don Quijote de 1860, de todas las biografías de la letra H a la K y la sección completa de Arte, por citar un puñado de los tesoros que se perdieron en el fuego.
Que si no es la hora del mate, que el disco volvió a empezar, que mamá tengo hambre. Y sí: salgo mucho, a veces vuelvo. Sobre todo cuando los recorridos son largos. Debo confesar que las distancias no son casuales: busco llevar una novela, un ensayo, unos cuentos que quepan en el viaje. Algo de eso debe tener que ver con que, luego, el recuerdo del trayecto se sobreimprima en la memoria que me queda de ese libro. Como los globos aerostáticos de Niveles de vida, de Julian Barnes, que para mí volarán por siempre sobre la ruta uno junto al Pacífico. En ese caso, por ejemplo, el libro fue sustancialmente más corto que el itinerario de Santa Mónica a San Francisco, pero cada uno de sus tres relatos coincidió con un tramo: partí con los pioneros de la conquista del cielo (azul en mi imaginación, como el de Santa Barbara); leí "En lo llano", sobre el coronel Fred Burnaby después del almuerzo; y arribamos a la increíble noche estrellada de Morro Bay con la tristeza por la muerte de la esposa de Barnes. Me gusta creer que no es casual que me hayan tocado esos cielos para perpetuar mi experiencia.
Pero no hay que elevarse tanto: hasta la escapada más regular, como el camino tedioso que tantas veces hice de Buenos Aires a San Bernardo, Ostende o Pinamar, puede rescatarse con una buena historia. La uruguaya, de Pedro Mairal –que confirmaron en estos días que será también película – es una novela con arena en los pies (nunca sabré bien si la sensación es por la foto de la portada o porque las sandalias se me empiezan a llenar de partículas antes de tocar destino). Como una válvula de escape ("la entrega a ese ‘no ser’ que se siente al viajar", dice) o una forma entretenida de anticipar la llegar a la orilla, el relato me resuena en los peajes, además de cuando escucho sobre los dólares que supimos conseguir: oficial, blue, turista, futuro. No es que Mairal haya sido un visionario –o tal vez sí, pero por otra cosa–, más bien tiendo a pensar que es esta Argentina en la que todo vuelve.
"¡Mirá el paisaje que te estás perdiendo!". Nunca falta la resignada voz de alerta del piloto ni mi consecuente vistazo por la ventanilla, para poder seguir leyendo habiendo cumplido con las leyes del buen viajante. "¿Quién se está perdiendo de qué?", pienso, pero no lo digo. Ahora que finalmente parece que podremos este año subirnos al auto y salir (¡salir!), me di cuenta de que extraño tanto leer en la ruta como viajar. Si la última vez de San Pedro-Buenos Aires traje entre manos una fábula sobre cuatro valientes (The Boy, the Mole, the Fox and the Horse), tengo frente a mí la oportunidad de elegir hasta dónde quiero llegar a bordo de mi próxima lectura. Ya sabemos, así, el viaje es doble.