Libros que saben correr riesgos
Brasil sigue siendo, pese a su cercanía geográfica, un territorio a descubrir por los lectores argentinos
Nuestra relación con los escritores de diversas partes del mundo es bastante azarosa. En ocasiones se trata de una corta primavera, un tiempito en el que pudimos leerlos orgánicamente, contrastar sus obras, incluso esperarlos. Luego muchas veces los perdemos, víctimas de los caprichos editoriales o la ruleta de las políticas de traducción. La diosa fortuna hace lo suyo, y con frecuencia solo nos queda lamentar el desencuentro.
De las apariciones fugaces de los últimos años en las librerías porteñas, las que más me impactaron fueron aquellas que emprendían alguna búsqueda formal, las que corrían riesgos y salían de sus entreveros con apenas uno o dos huesos rotos, acaso porque la perfección resulta siempre sospechosa. Las novelas del alemán Andreas Maier (Martes del bosque, Klausen), por ejemplo, que circularon en seguidilla aquí hace unos quince años, podrían emparentarse perezosamente con Thomas Bernhard o W. G. Sebald, pero lo cierto es que, más allá de cierta cadencia afín y del amor por las digresiones, lo más interesante de Maier es la confusión emocional que provoca a partir de procedimientos extremos, entre los que el párrafo único no es un detalle. Otro escritor experimental cuya suerte entre nosotros duró lo que un rayo –rehén del fallido experimento editorial que nos lo trajo– fue el danés Peter Adolphsen, autor de un dúo de novelas cortas excepcionales (Brummstein/Machine), de resonancia casi nula en nuestro medio.
Un poco más atrás, el italiano Ermanno Cavazzoni, al que ya conocíamos por su colaboración con Federico Fellini, demostró que todavía se puede ser borgeano sin hacer papelones. Su privilegiada relación con lo extraño –la gema es Vidas breves de idiotas– lo vuelve un escritor único, y su actual ausencia resulta por demás llamativa, lo mismo que la de otro autor de enorme suceso entonces y precozmente relegado en el mercado local como el holandés Harry Mulisch (1927-2010), aun después de una novela extraordinaria como El descubrimiento del cielo.
Pero si tuviese que pensar en una tierra por descubrir, o seguir descubriendo, ese lugar sería paradójicamente –por la cercanía– Brasil. El sempiterno desconocimiento mutuo ha comenzado a revertirse por fortuna hace casi dos décadas, pero muchas de sus mejores plumas llegan aquí todavía a cuentagotas, quizá porque se trata de un territorio inabarcable. Basta pensar en Patricia Melo, la incomparable discípula del gran Rubem Fonseca, cuyos mejores libros continúan sin traducirse; en el exquisito Luiz Ruffato (Ellos eran muchos caballos) o la finísima Adriana Lunardi; en Bernardo Carvalho, autor de la poderosa Nueve noches, o Ronaldo Correia do Brito –discípulo sin culpa de Guimarães Rosa–, a cuya Galilea no le cabe otro epíteto que el de obra maestra; en Altair Martins, Adriana Lisboa o ese genio inconstante que es Raduan Nassar (Un vaso de cólera). Y entre muchos otros que por ahora ignoramos: Reginaldo Pujol Filho, autor del delicioso Quero ser Reginaldo Pujol Filho, que todavía a nadie se le ocurrió traducir por alguna razón que, de seguro, tampoco merece traducirse.