Una crisis que va más allá de la economía y no beneficia a nadie
Una de las características más reveladoras de esta crisis que vive la Argentina es que todos los actores económicos, políticos y sociales pueden reclamar por el hecho de sentirse o estar peor que antes. Tanto los sectores populares como las clases medias y hasta los estratos más acomodados perdieron como consecuencia de la devaluación, la inflación, la recesión y el ajuste fiscal, que implica una mayor carga tributaria. La hipertasa de interés reprime el consumo y ahoga a las pymes, a las que se les cierran alternativas de financiamiento. Lo indicado para frenar la crisis cambiaria y recuperar en dosis homeopáticas la confianza empuja a la economía real hacia la agonía. Se desata, en paralelo, una puja distributiva que profundiza este gigantesco círculo vicioso: ni los camioneros de Hugo Moyano, que muestran orgullosos un arreglo en las paritarias por encima del 40%, le ganarán a la inflación. Los empresarios podrían cuestionarse por no haber vendido sus empresas por lo que valían hace un año, cuando el triunfo de Cambiemos en las elecciones de medio término potenció una ilusión hoy diluida.
El politólogo Marcelo Cavarozzi sugería hace unos días que la Argentina se estaba metiendo en un callejón sin salida en el que se combinan elementos viejos y nuevos. Por un lado, se repiten prácticas instaladas desde hace años, como la utilización de "la calle" como herramienta política por parte de los sectores populares organizados y con capacidad de movilización, aunque con un potencial electoral limitado. Pero también el desprecio por las instituciones parlamentarias de las facciones de la ultraizquierda insurreccional y otros grupos afines a la diáspora kirchnerista y, muy notable, la incapacidad extrema de casi todos los actores (incluido el Gobierno) para descifrar lo que pasa en el mundo y en la región (el último capítulo de esta saga es el fenómeno Bolsonaro). Por otro lado, aparecen fenómenos como la genuina preocupación del Gobierno por las políticas sociales, un terreno hasta ahora prácticamente monopolizado por el peronismo. También, sorprende la ausencia de propuestas alternativas por parte de las elites, entre ellas, las empresariales: el Gobierno se ha quedado sin libreto con el colapso del gradualismo, pero nadie impulsa ideas innovadoras para reconstruir un horizonte de expectativas mientras navegamos un ajuste que abarcará la etapa crítica de la próxima campaña electoral. Mientras tanto, los medios de comunicación, con menguada capacidad para influir en la agenda, pugnan por instalar temas y personajes fugaces en su vacua pelea por sostener audiencias, con criterios de inmediatez que contrastan con la necesidad de plantear debates de fondo.
Recordé un gran texto del académico brasileño Roberto Schwartz, Las ideas fuera de lugar, en el que plantea los deslizamientos de ideas en sociedades que atraviesan procesos históricos a contramano de su época. Mientras el mundo renueva sus desafíos, para bien o para mal, se mantienen, aislados, países ensimismados y afectados por una excesivo ombliguismo. A pesar de que los costos del statu quo son tan obvios como considerables, nadie parece tener capacidad para romper la inercia. Esto explica, volviendo a Cavarozzi, que muchos actores experimenten "deslizamientos coyunturales": que desplieguen comportamientos ambiguos con relación a su supuesto encuadramiento para maximizar sus capacidades de bloqueo y, en consecuencia, impedir la implementación de reformas que corrijan de forma equitativa y razonable alguno de los desequilibrios estructurales acumulados con el tiempo.
Esto achica los márgenes de maniobra para los gobiernos, un tema clásico de las ciencias sociales. En 1959, Charles Lindblom sentó las bases teóricas del posibilismo gradualista o incrementalismo. Resulta tentador optar por estos métodos para acotar los costos políticos y los riesgos de errores de otras opciones, aunque en caso de éxito los resultados sean determinantes. El problema es que muchas veces los ritmos paquidérmicos de los gobiernos contrastan con las demandas de las sociedades, que a menudo exigen respuestas más contundentes frente a demandas percibidas como impostergables.
Esta tensión entre lo que importantes segmentos de una sociedad demandan y la capacidad de respuesta que tienen los gobiernos puede agigantarse y producir rupturas como las que estamos observando con la irrupción de Donald Trump o Jair Bolsonaro. Algo parecido ocurrió en nuestro país con el triunfo de Mauricio Macri. Claro que lejos de implementar una agenda transformacional, en la práctica su gobierno se empantanó confundiendo el cómo con el qué. La velocidad pausada de los cambios terminó siendo más importante que los objetivos estratégicos, que, para colmo, no fueron comunicados convenientemente. Esto explica una de las grandes paradojas de esta época: el gobierno en teoría más promercado de la historia contemporánea de la Argentina fracasó a la hora de explicar su visión y de influir en las decisiones de inversión de los principales actores del sector privado. No hay peor astilla que la del mismo palo.
La realidad obliga muchas veces a tomar decisiones de forma súbita, pero su calidad y sus costos pueden estar determinados por la falta de preparación o ausencia de planes contingentes. La improvisación predomina y confunde a propios y a extraños. Si la confianza de los actores económicos estaba dañada, la dinámica de las crisis, lejos de repararla, la puede profundizar.
Por eso los líderes muchas veces dejan agonizar las decisiones de cambio o se aferran a esquemas agotados con la esperanza de que le explote al que sigue. Tanto Menem con la convertibilidad como el matrimonio Kirchner con su esquema de proteccionismo inflacionario apostaron a acumular poder en el corto plazo y transferirles a sus sucesores los costos de los desequilibrios generados por sus políticas. Con la leve esperanza de volver al poder una vez que el mercado hiciera, salvajemente, los ajustes que la política siempre falla en implementar.
Fracasó Menem en 2003, pero queda la duda de si Cristina Fernández puede lograr semejante proeza. Su influencia en la política vernácula fue hasta ahora funcional a Cambiemos, cuya plataforma electoral se limita a ser la única alternativa a su eventual retorno. Si el ahora admirado Raúl Alfonsín hubiera desplegado una estrategia similar hace 35 años, la renovación peronista jamás habría existido. ¿Hubiera logrado Eduardo Angeloz vencer a un candidato de la ortodoxia peronista? Menem ganó prometiendo la revolución productiva y el salariazo. De todas formas, los dilemas del peronismo no K la tienen a la expresidenta como protagonista: si fragmentan la oferta opositora pueden facilitar el triunfo de Cambiemos, como ocurrió en las dos últimas elecciones. Y compartir un entramado electoral con ella (o con su hijo) podría generar efectos reputacionales imposibles de soslayar, sobre todo para el electorado de clase media.
La coyuntura predomina en los cálculos de todos los actores, que siguen careciendo de una visión estratégica. La lucha por sostener o regresar al poder es el único principio ordenador que tiene la política. Aunque gobernar garantice, cualquiera sea el resultado de las próximas elecciones, solo horizontes de nuevas frustraciones.