Los argentinos, garantes del cambio
Las instituciones políticas occidentales, matriz eminente de la prosperidad sin antecedentes que se vivió en el siglo XX, se encuentran actualmente desprestigiadas, incluso en las naciones que más se beneficiaron con su vigencia. El deterioro de los indicadores de igualdad en el mundo desarrollado y los de pobreza en las naciones subdesarrolladas son destacados como el origen del malestar social. Del mismo modo se suele identificar a la globalización como el fenómeno que produjo ese deterioro.
Sin embargo, lo menos que se debe decir es que la globalización, tal como se verificó en la primera gran ola de globalización que llegó hasta 1914, fue la llave para que millones de personas abandonaran la pobreza y se incorporaran al mundo moderno. Los problemas en las naciones ricas no se deben a la globalización, sino al abandono del pacto social que construyó su grandeza. Se puede predecir que el retroceso de la globalización y el repliegue de las naciones sobre sí mismas sólo traerá en el mediano plazo peores resultados que los que se desea mejorar. Los problemas de la igualdad y la pobreza no se combaten cerrando el mundo, sino manteniendo elevados los estándares de productividad e inversiones y con políticas proactivas a favor de los más necesitados.

Pero la globalización tiene mala prensa y muchos analistas creen que el retorno del nacionalismo, el racismo y el populismo, reflejado en el surgimiento de partidos ajenos a la política tradicional en Europa, en el Brexit y, muy especialmente, en el triunfo de Trump son claras manifestaciones del rechazo a los efectos negativos de la globalización. Confunden la ausencia de políticas afines a las que crearon el Estado de Bienestar con la existencia de una economía global.
En este contexto, el caso argentino es paradigmático. Luego de acertar a partir de la segunda mitad del siglo XIX a incorporarse exitosamente en la globalización del comercio, el flujo de capitales y la inmigración de esa época, nunca más logramos sintonizar con las mejores tendencias mundiales de progreso y equidad. Perdimos la mayor era de desarrollo de la historia posterior a la Segunda Guerra Mundial y acabamos de desperdiciar una larga década con las mejores condiciones internacionales en un siglo. Los resultados están a la vista: la decadencia ha sido constante e implacable para el bienestar de los argentinos. Estos resultados no deberían ser negados por cualquier argentino de buena fe que simplemente analice de manera objetiva lo que nos pasó desde 1943.
Tras décadas de repetir una y otra vez las mismas recetas equivocadas y de experimentar en carne viva sus consecuencias, la sociedad argentina comprendió que era necesario cambiar. Sobre esto, lo importante es que se entienda el sentido del cambio que está buscando. No se trata principalmente de los contenidos de las políticas de Cambiemos, sobre las cuales aparecen legítimamente las diferencias de intereses que existen en una sociedad compleja, sino de la forma en que funcionen las instituciones de la República. Algo tan simple como el respeto a la Constitución y la división de poderes, que se cumplan las leyes y que el gobierno no abuse del poder del Estado en beneficio de su partido o, mucho peor, para que funcionarios corruptos se enriquezcan, implica un cambio profundo de concepción de la política. Este consenso existe en el seno de nuestra sociedad y es el que ha impulsado el cambio actual de trayectoria histórica.
Los dirigentes políticos que se sumen al cambio que exige la mayoría de los argentinos tendrán chances de representarlos, mientras que quienes intenten volver al pasado, abusar del poder, insistir en propuestas demagógicas, mentirle al pueblo o llenarse sus bolsillos serán rechazados.
A pesar del cuestionamiento a la globalización, la Argentina es una nación con pocos habitantes y necesita del mundo para desarrollarse. No alcanza con tener ingentes recursos naturales si no se incentivan las inversiones, y aun menos acertado sería cerrar artificialmente la economía en un mundo que seguirá siendo interdependiente.
Quienes defendemos posiciones institucionalistas sostenemos que en el largo plazo las naciones convergen hacia niveles de prosperidad determinados por la estabilidad y coherencia de su sistema institucional más que por la abundancia de sus recursos. Las instituciones importan. Los argentinos lo hemos aprendido a costa de inmensos sacrificios y somos los garantes de que el futuro próximo no se parezca a nuestros fracasos del pasado.
Historiador, miembro del Club Político Argentino