Los egresados tristes
La escena detrás del portón verde, recién pintado, bajo, de madera, de la casa antigua del conurbano bonaerense era así: tres sillas pegadas una al lado de otra, casi un metro de distancia en todas las direcciones y de nuevo tres sillas pegadas una al lado de otra. En total, dos hileras de cuatro filas de tres sillas. Sentados, dos adultos, o padres o madres o hermanas o tíos, y un adolescente de 17 o 18 años, según el caso, con uniforme de colegio, pantalón gris o pollera a cuadros. Todos en silencio y quietos mientras al frente de esta disposición espacial una mujer daba un discurso de cierre que buscaba conmover. Decía cosas como la etapa que viene, los desafíos, lo que aprendieron, lo que van a aprender, los recuerdos, gracias, los queremos, siempre, no se olviden, crezcan, amen, anímense, el mundo de afuera. Pero fallaba. El aire tibio de esa noche de un verano que no aún había llegado no bastaba. Nadie sentía nada. Ni se movía, ni siquiera bostezaba o echaba la cabeza hacia atrás en señal de algo, quizá fastidio. La vida viva, ahí y entonces, parecía una foto.
Veinte años atrás, también en ese barrio, pero no exactamente, apenas a unas cuadras, la escena había sido tan distinta. No era al aire libre, era en un lugar amplio, de piso de madera y paredes blancas, que funcionaba como comedor, como salón de fiestas, como teatro. Estaba pasando lo mismo, era ese mismo cierre, era diciembre, pero el tiempo era el de antes. Había adultos vestidos con un poco de elegancia y adolescentes en uniforme. Pantalón negro con una raya ancha y roja al costado, chomba blanca con una raya roja y ancha en el medio, para partir ese claro en dos. Eran muchos y se abrazaban y charlaban y gritaban por lo bajo mientras sonaban esas canciones de los 90 que siempre sonaban en momentos como ese y se daban besos y aplaudían y se tocaban, las caras, las espaldas, como un gesto, como un mimo y entre el barullo, una chica, en particular, lloraba sin parar. A veces la consolaban sus amigas, otras su madre, que buscaba calmarla en su pecho. Incluso una profesora se le acercó y le dijo algo para eso, para no quedarse callada, para intentarlo. La tomó de la mano y le mostró su cariño al tacto. Con el cuerpo.
La escena actual, la de las hileras y las filas, tuvo lugar hace unos días, con casi 30 grados. Y sin embargo fue tan fría. Todo este año se sintió un poco así. Desde que en marzo se detectó en el país el primer caso de coronavirus y luego, pocos días después, el Gobierno decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio perdimos tantas cosas que perdimos un poco la emoción.
Qué difícil es sentir cuando no se puede tocar. Un abrazo no se reemplaza con un choque de codos. Un beso no es si no es eso, un beso. Yo hace tanto que no abrazo a mis padres. Y el otro día, por primera vez, con el tapabocas bien puesto, le di un abrazo largo a mi amiga de siempre, de niña, y casi lloro porque no sabía cuánto la extrañaba pero me llené de culpa. No es fácil vivir a la distancia. No fueron nada fáciles estos meses de apatía porque de todos modos, a pesar de la pandemia, las cosas pasaron. Y muchísimas fueron muy tristes. Como este acto de fin de curso. La hermana de mi novio era una de las sentadas allí. Terminó el secundario con clases por computadora desde su casa. Sola. No tuvo fiesta, no tuvo vestido, no tuvo viaje de egresados. Aún no conoce la nieve. Tampoco tuvo recreos en el patio como la más grande del colegio. Si hubiera estadísticas sobre cómo se vive el último año de clases creo que los números dirían que una persona no vuelve a disfrutar de ese modo como en esos meses, no comparte tanto con sus amigos como en esos meses, no se ríe tanto, con tanta libertad, sin una preocupación, como en esos meses.
Qué gran lástima. Y qué año este 2020. Que termine de una vez. Que venga pronto el que viene.