Los gusanos comparten nuestro secreto
Un gusano transparente, de solo un milímetro de largo, simple pero estructurado de modo muy preciso, es el protagonista indiscutido del Premio Nobel de Medicina o Fisiología 2002. El análisis del gusano más famoso del mundo, el Caenorhabditis elegans, más conocido como C. elegans, ha permitido develar aspectos fundamentales de la regulación del desarrollo de los organismos vivientes y del papel que en él desempeña la muerte programada de las células que se generan.
A comienzos de la década de 1960, poco después del descubrimiento de la estructura del material genético, el ADN, los científicos británicos analizaban el posible desarrollo futuro de la biología molecular. Uno de los pioneros en ese campo, el sudafricano Sydney Brenner que trabajaba en Cambridge, señaló que este continuaría de modo casi espontáneo, pero que era preciso un esfuerzo concertado para “explorar otros problemas de la biología, nuevos, misteriosos y excitantes. En términos generales –señaló entonces– las áreas en las que debemos ingresar son el desarrollo de los seres vivos y el sistema nervioso.”
Advirtiendo que, en gran medida, el éxito logrado se debía al empleo de organismos como las bacterias y los virus, utilizables en grandes cantidades y con facilidad, propuso atacar el problema del desarrollo recurriendo al organismo diferenciado más sencillo posible, sometiéndolo a los procedimientos analíticos que se aplicaban a los microbios. Estaba en busca de un organismo constituido por muchas células pero no tantas como para hacer imposible el análisis del origen y destino de cada una de ellas, con un ciclo vital corto que facilitara su cultivo, y lo suficientemente pequeño como para poder generar grandes cantidades.
Entra entonces en escena el C. elegans, que reunía esas condiciones, aun cuando pocos podían advertir la relevancia, para aquellos grandes propósitos, de un minúsculo gusano que vive en la tierra, entre vegetales descompuestos, y que se alimenta de bacterias. El secreto radicaba en que el organismo combina facilidad de manipulación con complejidad, ya que cuenta con sistemas nervioso, reproductivo y digestivo. Por ejemplo, sus 302 células nerviosas, cuyas conexiones son conocidas en todo detalle, pueden responder a la temperatura, al tacto, detectar olores y sabores.
Células suicidas
Con ese modelo experimental, los tres científicos que acaban de ser distinguidos con el Premio Nobel –el citado Sydney Brenner; quien fue su colaborador, John Sulston, que trabaja en la actualidad en el Sanger Centre de Cambridge, Inglaterra, que dirigió hata hace poco, y H. Robert Horvitz, del Massachusetts Institute of Technology (MIT), en los Estados Unidos– realizaron descubrimientos esenciales que han revolucionado nuestra concepción del modo en que se ejerce la regulación genética sobre el desarrollo del organismo y la muerte celular programada. La simplicidad del C. elegans hizo posible seguir la división y la diferenciación de cada una de las 1090 células que lo forman, así como los mecanismos responsables de la muerte de 131 de esas células.
La naturaleza de este proceso de muerte celular, denominado apoptosis (término que en griego significa “caída” y que se emplea para designar la caída de las hojas de los árboles), fue especialmente caracterizado por Horvitz. La concepción de que la muerte celular es un proceso genéticamente programado y constitutivo del desarrollo normal revolucionó la biología y abrió caminos inesperados para la comprensión de numerosas enfermedades. Así, por ejemplo, nuevas estrategias para el tratamiento de algunas formas de cáncer buscan estimular el “programa de suicidio” contenido en las propias células malignas. Es que los mecanismos biológicos básicos son, en su esencia, similares en el gusano y en el ser humano. Casi la mitad de los genes del C. elegans están relacionados con los nuestros. Como dijo Sulston, “de un modo maravilloso, los gusanos son como humanos en miniatura. Estudiando los genes que se requieren para hacer músculos de gusano, podemos aprender acerca de los genes responsables de construir nuestros músculos: son idénticos”. Una vez más, aparece la posibilidad de encontrar respuestas a problemas acuciantes explorando cuestiones que, a primera vista, parecen tan alejadas de la clave buscada.
El estudio detallado del C. elegans culminó cuando el 11 de diciembre de 1998 apareció en la prestigiosa revista Science la secuencia completa de su material genético. Era la primera vez que se identificaban todos los genes que requiere un organismo complejo para funcionar, un hito en la biología. Ese trabajo, que demandó ocho años, fue esencial para acometer la tarea de descifrar el genoma humano, que comenzó en las mismas instituciones en las que se analizó el del gusano, Cambridge y la Washington University de Saint Louis, Estados Unidos, donde trabaja Robert Waterston, el ausente en esta nómina de investigadores premiados, que no puede superar los tres cada año.
Como todo desarrollo científico, los hallazgos comentados han planteado nuevos interrogantes. Tal vez sea esa es la razón por la que, a los setenta y tres años, Sydney Brenner –que durante cuatro décadas realizó contribuciones excepcionales por su originalidad e impacto en el desarrollo de la biología contemporánea– aceptó desempeñarse como profesor en el Salk Institute, en La Jolla, California, afirmando: “No quiero retirarme a jugar al golf. La ciencia es mi hobby, mi trabajo y mi fuente de placer”. De otro modo lo expresó Sir John Sulston: “¿Cuál es el propósito de ser humano y de estar vivo sino hacer cosas nuevas?”