Los halcones hablan otra lengua
Hasta que leyeron el comunicado del Fondo Monetario Internacional anteayer por la tarde y confirmaron el acuerdo, algunos diputados de Juntos por el Cambio llegaron a pensar lo peor: que la firma del memorándum era una fantasía del Gobierno. Ya venían perplejos desde la reunión con Massa, al mediodía. El líder del Frente Renovador, que los había invitado el día anterior con la promesa de entregarles el proyecto que se enviaría al Congreso, no solo llegó a la Cámara baja media hora tarde, a las 12.30, sino que además con la promesa incumplida: el texto definitivo no estaba y les entregó en su lugar un resumen de seis páginas. “Viene demorada la traducción”, se excusó. “¿Qué pasa, está Cafiero con el Google translator?”, bromeó Cristian Ritondo.
Ciertos párrafos del documento del acuerdo y algo de lo que pasó en el Frente de Todos en las últimas horas explican seguramente parte de la lentitud. Por ejemplo, un condicionamiento que esta semana formó parte de los tironeos y que aparece en la página 17: no habrá ningún desembolso si antes no se aprueba la correspondiente evolución trimestral. Haber tenido que sentarse a discutirlo era ya para los técnicos del organismo una razón para desconfiar: ¿quiere decir que el Gobierno ya está pensando en no pagar?, se preguntaban. Como para complicarlo más, y con esta deliberación todavía pendiente, apareció anteanoche el posteo de La Cámpora en las redes: un video que compendia críticas de Néstor Kirchner al Fondo. Más que la publicación, hay que reparar en los dirigentes que le dieron retuit: Mariano Recalde, Mayra Mendoza, Andrés Larroque; no es la Casa Rosada la que objeta.
Es probable que los esfuerzos por aclarar conceptos que hizo esa mañana la vocera presidencial estuvieran pensados más que nada para ese sector. Las tarifas, por ejemplo, que Gabriela Cerruti proyectó como “razonables y susceptibles de ser aplicadas con criterios de justicia y equidad distributiva”. Aunque el acuerdo deja una puerta abierta: evalúa, en la página 39, “ahorros adicionales” de subsidios para 2023 “como consecuencia de la expansión del plan”. Estas susceptibilidades explican que el cálculo hecho e informado por el Ministerio de Economía carezca de precisiones. Hay analistas que advierten, por ejemplo, que si fuera cierto que solo el 10% de la población pagará la tarifa sin asistencia estatal, no será posible bajar los 11.000 millones de dólares que puso el Estado el año pasado. Todo lo contrario: en un contexto de aumentos como consecuencia de la guerra, es casi seguro que habrá que destinar más subsidios. Si se comparan los precios del gas natural licuado que compró la Argentina el año pasado con los actuales, el alza en el insumo supera el 600%. “Esto está mal hecho”, concluyó el economista Jorge Colina, que cree que la diferenciación entre las tarifas combinada con la inflación derivará en un esquema del que cada vez costará más salir y que requerirá mayor asistencia del fisco.
El acuerdo ha vuelto a exhibir la fractura dentro del Frente de Todos. A pesar de que, para quienes conocen este tipo de negociaciones, el Fondo terminó aceptándole a la Argentina condiciones que meses atrás eran impensadas. Es altamente probable que el futuro no sea tan sencillo. Ninguna nación está en condiciones de agregarle discusiones al planeta. Pero la invasión de Rusia a Ucrania puede ser en adelante un punto de inflexión. Por lo pronto, esta crisis ha dejado al descubierto la fragilidad de Occidente: es difícil imaginar un futuro sin jefes de Estado más duros que Biden. De alguna manera, al mundo ha empezado a pasarle lo mismo que a la Argentina, donde también se combinan debilidad de liderazgo e incapacidad para resolver problemas. Un sondeo reciente consignó que el 62% de los norteamericanos cree que a Trump no se le habría sublevado Rusia. El expresidente republicano no ha manifestado todavía formalmente sus anhelos de volver a ocupar cargos públicos, pero empresarios que frecuentan su entorno afirman que lleva recaudados 148 millones de dólares para una eventual campaña.
La invasión rusa sorprende a Biden en medio de una pandemia global y, como efecto de ella, escasez de microprocesadores para la industria. China, fabricante de esos insumos junto con Taiwán y otros proveedores de Asia, representa para la Casa Blanca una doble amenaza: es un aliado de Rusia que pretende hace tiempo disputar la hegemonía global norteamericana. ¿Cuánto hay de decisión estratégica y cuánto de política interna fabril en el retaceo de estos insumos vitales para el crecimiento de los Estados Unidos? Conseguir un auto Tesla demoraba hasta el Covid 19 unas dos semanas, pero puede insumir ahora hasta seis meses. Boeing admite dificultades para fabricar el 787 por motivos similares. Son dilemas que para Biden se agravaron con esta guerra. ¿Cómo continuar, por ejemplo, durante varias semanas con las sanciones a Putin sin padecer, al mismo tiempo, consecuencias propias de esos bloqueos, como una disparada en el precio de los granos en el momento de mayor inflación de los últimos 40 años? Rusia y Ucrania le proveen al mundo casi 30% del trigo.
La encrucijada norteamericana es todavía más gravitante en la industria nuclear. Reuters acaba de publicar que el Instituto Nacional de Energía, un grupo comercial de empresas de generación de energía atómica que incluye a gigantes como Duke Energy y Exelon, viene presionando a la Casa Blanca para que mantenga la exención sobre las importaciones de uranio de Rusia. Según datos de la Administración de Información Energética y la Asociación Nuclear Mundial, Estados Unidos depende de Rusia y sus aliados Kazajistán y Uzbekistán para obtener aproximadamente la mitad del uranio que alimenta sus plantas nucleares, que a su vez producen 20% de la electricidad de todo el territorio norteamericano. No es que la principal potencia global no tenga alternativas, porque puede comprarles uranio a productores como Australia y Canadá, pero son Rusia y sus países satélites los que lo venden a menor costo, justo lo que Biden necesita para combatir la inflación.
La sensibilidad de este sector reside tanto en la materia como en las características de quienes lo administran. La producción de uranio de Rusia está controlada por Rosatom, una empresa estatal que Putin inauguró en 2007 y que hasta 2016 condujo Sergey Kirienko, hoy uno de sus principales asesores. ¿Habrá sido el conocimiento del terreno y de los rusos lo que llevó a Trump a proponer en 2020 la creación de una reserva estratégica de uranio en Estados Unidos? Ese proyecto llegó a tener no solo el respaldo de las grandes compañías, que sueñan con volver a extraer en Texas y Wyoming, donde hay grandes reservas, sino del propio Biden. America first.
Son problemas de la postinvasión a Ucrania. Habrá que encararlos con herramientas distintas y acaso otra mentalidad. El mundo que viene habla otro idioma, y se perfila menos multilateral e infinitamente más hostil: es probable que no perdone ni demoras ni liderazgos débiles ni errores de traducción.