Los jueces no son buenos jueces de sus colegas
Los jueces no suelen recibir de buen grado las críticas. Pero, en realidad, a quién le gusta que lo critiquen. Parte de ese desagrado tiene, además, su justificación. Estriba en que los reproches que se les formulan suelen incurrir en generalizaciones excesivas de lo que ellos consideran como simples anomalías aisladas. Es posible que consideren, además, que esas irregularidades son muchas menos de las que se les endilga. Esta última apreciación puede ser fruto de alguna forma de ceguera provocada por el espíritu de cuerpo. Pero admitamos por hipótesis que, efectivamente, las irregularidades que se les imputan son apenas unas pocas.
Una de ellas puede ejemplificarse con un hecho reciente. A un juez federal de la Cámara en lo Criminal y Correccional, Eduardo Freiler, se le imputó penalmente haberse enriquecido ilícitamente. Convengamos que la imputación es grave, porque se detalla una cantidad de valiosos bienes de todo tipo cuya obtención es difícil de imaginar si se tiene en consideración su salario. El caso se sorteó y le tocó a un juez federal de una instancia inferior, Martínez de Giorgi, quien casualmente es el marido de la secretaria de la sala donde aquél trabaja. Además, juez investigado y juez investigador se conocen desde hace años, caminan los mismos pasillos, comparten amistad con otros colegas e incluso, en alguna ocasión, han trabajado juntos por un tiempo.
El caso judicial tramitó velozmente. En cuestión de escasos meses, el imputado fue sobreseído sin que una pericia contable y otra inmobiliaria historiaran pormenorizadamente la compatibilidad material, a valores de mercado, entre el patrimonio atribuido, el origen y la suficiencia de los fondos necesarios para la obtención de esa riqueza. Esto tampoco fue urgido por el fiscal -profesor "invitado" en su cátedra universitaria-, quien solicitó el sobreseimiento que de inmediato acogió el juez.
La prensa fustigó el proceder de todos los involucrados en este bochorno. La explicación acerca de la súbita riqueza del magistrado era inverosímil. El juez investigador debía excusarse de intervenir. Su añosa relación personal con el investigado y el hecho de que su mujer trabajara con aquél eran razones más que suficientes para apartarse de la investigación. El procedimiento era defectuoso, pues la forma de determinar la incompatibilidad entre el patrimonio y los fondos era a través de la realización de sendas pericias (entre otras medidas de prueba). La velocidad del proceso exculpatorio, unos pocos meses, inverosímil, a la luz de lo que demoran los expedientes judiciales de este tipo en ese fuero. Con posterioridad a estos eventos, se pidió el juicio político del juez sospechado de enriquecimiento ilícito y actualmente, el caso transita el lento y dificultoso camino de la obtención de las mayorías necesarias para impulsar la investigación en el Consejo de la Magistratura.
Creo que los jueces, aun los más susceptibles, convendrán que un caso que ofrece estas atipicidades tiende un manto de sospecha sobre sus actores. Es posible también que éste sea uno de esos casos que luego facilitan generalizaciones injustas, particularmente cuando se trata del fuero criminal y correccional federal, tan vapuleado y sospechado desde los años noventa hasta la fecha.
Pero lo que el caso revela y enseña es que no es una buena idea que los jueces investiguen a sus colegas jueces del mismo fuero, cuando tienen entre ellos trato asiduo y existe un vínculo muy estrecho entre una dependiente de la Sala del investigado y el juez investigador (quien, además, posee una jerarquía inferior de aquel a quien debe pesquisar). Tampoco es bueno que el fiscal tenga vínculo estrecho con el investigado. El descrédito que hechos como los ocurridos genera en la población es enorme y afecta no sólo a los magistrados y funcionarios que intervinieron en ellos. Inmerecidamente, fruto de imprudentes y a veces inevitables generalizaciones, se extiende y deshonra al resto de la magistratura que digna y silenciosamente cumplen a diario con su misión.
Es evidente entonces que el legislador nacional debería arbitrar mecanismos legales para que los casos que tienen a un juez como imputado nunca sean investigados por los magistrados del mismo fuero en que se desempeña el denunciado. Ésa no es una buena idea y lo ocurrido aquí es demostración cabal de ello y de que las armas procesales existentes para combatir esas anomalías no son suficientes. Sin llegar a imaginar connivencias judiciales non sanctas, debe evitarse por todos los medios poner a los jueces en la dificilísima situación de juzgar a sus colegas del mismo fuero, a quienes seguramente conocen por la relación laboral y quizá también socialmente. Piénsese que se trata de gente que se ve y a veces trata asiduamente, quizá sus familias se vinculen socialmente y tengan amigos en común. Para peor, en el caso de los jueces federales, ahora acaban de conformar una asociación que los nuclea y diferencia del resto de todos los demás jueces nacionales, lo que incrementará su conocimiento mutuo (tan perjudicial para casos como el narrado) y el inevitable fortalecimiento del espíritu de cuerpo.
No diseñar otras herramientas para enfrentar hechos de corrupción como los endilgados deja la puerta abierta para que situaciones semejantes se repitan, lo que redundará en un perjuicio enorme a la confianza que la sociedad deposita en el Poder Judicial en su conjunto, confianza ya seriamente deteriorada según ha sido demostrado en un estudio interdisciplinario reciente. Porque, si algo espera la sociedad de sus juezas y jueces, al margen de su idoneidad profesional, es que, antes que nada, sean gente honesta y se comporten como gente honesta.
Abogado
Alberto F. Garay