Los peligros de la "justicia" tuitera
Un peligroso regreso a la época de la hoguera parece proponer, por momentos, la mezcla de venganza, escarnio y ejecución sumaria que se tramita en las redes sociales. Si por esa vía nos amenaza la fogata de las noticias falsas, hace tiempo que también se observa una especie de "justicia falsa" que, sin derecho a defensa y sin garantía ninguna, condena en tiempo récord e impone sentencias inapelables.
Una cultura del escrache parece extenderse a través de Facebook, Twitter o WhatsApp. Muchas veces se juzgan en los "tribunales de las redes" inconductas reales; muchas otras, acusaciones falsas. Todo corre sin demasiado filtro, sin ninguna limitación y con pocos reparos éticos. Los enjuiciados tienen algo en común: no se les reconoce derecho a defensa ni garantías de debido proceso. Quedan "aplastados" por una especie de condena por aclamación; un veredicto inapelable emitido por masas anónimas.
Muchas veces tenemos la tentación de creer que se trata de una condena merecida. Los hechos suelen hablar por sí solos y, en ciertos casos, son indefendibles. Olvidamos, sin embargo, que aun los mayores delincuentes y transgresores tienen derecho a un juicio justo y no a un castigo salvaje y hasta desproporcionado. La estigmatización puede ser peor que la cárcel.
En distintos ámbitos sociales está extendiéndose la "justicia por las redes". Se observa en las escuelas, en las empresas, en los clubes, en el plano comercial y en conflictos familiares, por citar algunos casos.
Si un comerciante se demora en entregar una mercadería más allá de lo pactado, muchos optarán por "escracharlo" en Facebook antes que recurrir a Defensa del Consumidor. Si una adolescente se siente avasallada por un compañero en el recreo, es muy probable que lo denuncie por las redes antes de hablar con los docentes y directivos del colegio. Si se cree que un entrenador incurrió en un desmanejo de los fondos recaudados, también es muy posible que se lo exponga en el grupo de WhatsApp antes de presentar el caso en el tribunal de disciplina. A la misma metodología suelen apelar exmaridos o exesposas en litigio. Los ejemplos son infinitos y abarcan las más variadas situaciones. A ellos se suma la despiadada circulación de videos íntimos, audios sacados de contexto o la viralización de mensajes de WhatsApp que estaban destinados a un circuito privado. En muchos casos, el resultado de estas acciones implica la destrucción, en el acto, de carreras profesionales, reputaciones comerciales u honras individuales. Se desmoronan familias, trabajos y trayectorias. A muchos chicos y adolescentes (porque en la justicia de las redes no corre la inimputabilidad) se les arruina su autoestima y se los acorrala entre la estigmatización y la vergüenza. Y eso les pasa a una edad en la que no tienen recursos para tramitar la adversidad.
En muchos casos, no es poca la contribución que hacen los propios "enjuiciados" a su propia desgracia. Pero lo que seguramente debería discutirse no es la culpabilidad del "condenado", sino la naturaleza de estos juicios públicos que se liquidan en tres horas.
Quizá debamos replantearnos nuestro rol de espectadores de estos enjuiciamientos sin reglas, que muchas veces -debemos admitirlo- estimulan cierto morbo social.
El escrache es una perversa deformación de la justicia. El escrache a través de las redes sociales lleva esa perversión a una escala sideral. Si no ponemos el tema en discusión y no abrimos un debate sobre este fenómeno, no sería extraño que los espectadores nos convirtamos, más temprano que tarde, en víctimas de esta suerte de totalitarismo digital.
Frente a esta justicia anárquica, quizá debamos reivindicar algo que puede sonar antiguo, engorroso, lento y hasta poco seductor: los procedimientos. No hay verdadera justicia sin debido proceso. Buscar la inmediatez nos retrotrae, aunque parezca exagerado, al primitivismo brutal de las dictaduras. Los que más renegaron de los procedimientos judiciales (y de otro tipo) en la Argentina fueron los militares que tomaron el poder en 1976. Así nos fue.
Aunque las comparaciones puedan resultar objetables, valgan las desproporciones para alertar sobre los riesgos de la ausencia de procedimientos. Puede ser más "eficaz" escrachar al comerciante en Facebook que hacer un reclamo en Defensa del Consumidor. Pero esta segunda opción es la única que ofrece garantías de imparcialidad, de ecuanimidad y de equilibrio. Seguramente es la más lenta y engorrosa (más, incluso, de lo que debería ser). Pero de eso se trata "el sistema", que debe defendernos y darnos garantías a todos, frente al primitivismo anárquico (acaso tentador) que propone el "antisistema".
Quizá sea necesario recordar lo obvio: con sus imperfecciones, sus ineficacias y aun con sus demoras excesivas y su tortuosa burocracia (aspectos que, por supuesto, merecen profundas objeciones), la Justicia siempre es mejor que la venganza, la inquisición y el escrache.
En la "justicia de las redes" no hay escalas ni atenuantes. Se castiga con la misma virulencia un presunto delito que una imbecilidad, un incumplimiento o un desliz. Las pruebas pasan a un segundo plano y el escarnio está asegurado.
Los jueces no pueden ser reemplazados por youtubers ni los tribunales por tuiteros. Es urgente enseñar en las escuelas los peligros de "la justicia de Facebook". Si no transmitimos a los más jóvenes que las denuncias se deben tramitar por determinados carriles, seguir determinadas reglas y asegurar determinadas garantías, estaremos convalidando esta suerte de "inquisición por las redes" para dirimir conflictos y denunciar inconductas. La modernidad de la era tecnológica nos estaría llevando, en ese caso, al oscurantismo de la antigüedad o a los tiempos del "paredón". Extraña paradoja. La ley de las redes se parece demasiado a la ley de la selva.
Periodista y abogado Director de la carrera de Periodismo de la Universidad Católica de La Plata