Malas noticias desde el jardín
Tenía 22 o 23 años, pero todavía recuerdo la breve escena a la que asistí ese mediodía de verano. Mientras esperaba el semáforo para cruzar la Avenida Corrientes, me había quedado observando los monumentales cumulonimbos que avanzaban sobre las torres del centro de Buenos Aires, amenazantes e insoslayables. Incluso percibí, pese a la atmósfera enrarecida por los escapes, el ozono y la electricidad en el aire. La inminencia.
A mi lado, dos señores se quejaban del calor. Los miré un instante. Uno estaba cabizbajo y el otro, con la vista clavada en el semáforo y en la interminable procesión de vehículos. Entonces uno dijo:
–Parece que viene tormenta.
Abrí los ojos, sorprendido. La tormenta no venía. Ya estaba ahí, casi sobre nosotros, y solo el estrépito de coches y bocinas había ahogado el rumor de unos truenos aún lejanos. Su interlocutor le respondió que sí.
–Sí, está anunciada tormenta –declaró, impasible.
Los volví a mirar. Ya era lo bastante grandecito como para saber que no conviene indicarles a las personas una obviedad. Se lo pueden tomar a mal. Pero la foto quedó grabada en mi memoria para siempre. Dos personas adultas completamente escindidas del planeta. De su planeta. Podría haber estado llegando el fin de los tiempos, y su única conexión con el Apocalipsis habría sido la televisión o la radio, el noticiero, el pronóstico meteorológico.
Esa tarde tuvimos una de las tormentas más catastróficas que haya sufrido la ciudad de Buenos Aires, con las inundaciones que eran por entonces de rigor, los cortes de luz y todo lo demás. Excepto el granizo, que en esa época no constituía todavía una amenaza.
Me acordé de los dos oficinistas durante todo el día, y sospeché que había un dato ahí. Pero era demasiado joven y solo me quedé con su anecdótica ceguera ante lo evidente.
Este año, el loto no dio flores. Ni una sola. Como recordarán, además de la pandemia, tuvimos una primavera demasiado fría y una sequía histórica. Las hormigas negras han estado particularmente agresivas, pero ya conocen mi política exterior. Intento entender, convivir e integrarme con la naturaleza. Imparables y de a millares, las hormigas solo atacaron las plantas débiles, que las hubo más a causa de la primavera fría y la sequía. El maracuyá, que vengo cultivando desde 2019, por fin floreció, pero a fines de febrero. Y algo pasa en el ambiente esta vez, porque de inmediato las hormigas fueron a sus flores (solo a sus flores) y se llevaron todas las partes que la planta ya no necesitaba.
Fue un escándalo, pero continué observando. Los jengibres blancos, una planta poderosa con unas flores de perfume imposible que conocí cuando era muy chico en una casa en Mar del Plata, empezaron a secarse. Se llaman Hedychium y solo se recuperaron cuando les proporcioné agua. Insólito.
Nada como la lluvia, sin embargo. Luego de meses, llegó una tormenta que duró algo así como una semana. Enseguida, el escenario cambió, las plantas se robustecieron y las hormigas volvieron a picotear sin causar desastres. Pero cuando dejó de llover volvieron los días secos de sol implacable. Se agostaron las rúculas, el ciboulette es una lástima, y las hormigas pelaron sin piedad los brócolis y las albahacas, solo porque tuve un par de jornadas, digamos, especiales, y pasé por alto el riego. Incluso debí proteger la parra del sol, pese a que las vides aman la heliofanía.
Casi nada está bien en el jardín estos días. Sería fácil culpar a las esforzadas hormigas. Pero son solo el mensajero. La señal que tratamos de no ver. Solamente el nopal y el aloe vera, capaces de resistir condiciones extremas, prosperaron, y ahora los dulces higos de tuna son un festín para aves e insectos.
Va a pasar, supongo. Pero el jardín está hablando, como hablaba el cielo aquél mediodía perdido en el tiempo, y lo que uno le oye decir no son buenas noticias.